Civilización del Islam

ARQUITECTURA (III)

Por: Ricardo H. S. Elía

EDIFICIOS ISLÁMICOS TRADICIONALES (1)

La Cúpula de la Roca

   Parece ser que el segundo califa Omar Ibn al-Jattab (586-644) hizo construir una mezquita de madera, espaciosa pero muy simple, en el ala sur de la explanada del monte Moriah, donde posteriormente al-Walid edificó la de al-Aqsa. Un viajero franco, Arculfo de Galia, verificó su existencia hacia el año 670 cuando visitó la ciudad: «... en el célebre lugar que otrora sustentara el magnífico templo, los sarracenos frecuentan, en el vecindario de la muralla oriental, una casa de oración cuadrada construida burdamente sobre las ruinas. Se dice que caben allí hasta tres mil hombres juntos»(The Pilgrimage of Arculfus in the Holy Land, traducción del Rev. James Rose McPherson, Palestine Pilgrim’s Text Society, vol. 3, Londres, 1889, pp. 4-5). Por esta construcción primaria es que se suele llamar generalmente la “Mezquita de Omar” a la Cúpula de la Roca, o a veces a la Mezquita al-Aqsa, confundiéndola con aquélla ya desaparecida.

   Los gobernantes musulmanes no obligaron a los palestinos a adoptar su religión; pasó más de un siglo antes de que se convirtiera la mayoría al Islam. Los cristianos y judíos son considerados Ahl al-Kitab (‘Gentes del Libro’) por el Corán y El Islam. Por eso, desde un principio, los musulmanes concedieron el control autónomo de sus comunidades y garantizaron su seguridad y libertad de culto. Tal tolerancia (con pocas excepciones) no fue común durante la historia de la religión. La mayor parte de los palestinos adoptaron la cultura árabe e islámica.

   La especialista británica Karen Armstrong, miembro de la Association of Muslim Social Scientists, explica el fenómeno: «La conquista musulmana no significó que los árabes del Hiyaz invadieran repentinamente el país. Étnicamente, en la población de Palestina seguía habiendo tanta mezcla de razas como hasta entonces. No se permitió a los conquistadores musulmanes establecerse en sus nuevos territorios... En una ocasión Mahoma había dicho que todo el que hablara árabe era un árabe, de la misma forma que se había llamado griegos a los que hablaban griego. Con el paso de los años los habitantes adoptaron el árabe como lengua principal y hoy llamamos árabes a sus descendientes —musulmanes y cristianos»(Karen Armstrong: Jerusalén. Una ciudad y tres religiones, Ediciones Paidós Ibérica/Editorial Paidós, Barcelona-Buenos Aires, 1998, p. 288).

   Abd al-Malik Ibn Marwán (c.646-705), quinto califa omeya (685-705), hijo de Marwán Ibn al-Hákam (623-685), hizo construir entre 687 y 692, la famosa Cúpula de la Roca (Qubbat al-Sajra en árabe), ubicada en la explanada del denominado al-Haram ash-Sharif (“el Venerable Santuario”) en el monte Moriah (mal llamada por los profanos ‘mezquita de Omar’). Jerusalén se convirtió así en la tercera ciudad sagrada del Islam, después de La Meca y Medina.

   En el centro del santuario había una roca desde la cual el Profeta Muhammad ascendió a los cielos. Esa misma roca era considerada por los sabios del Judaísmo el centro del mundo y según la tradición monoteísta era el lugar donde el Profeta Salomón había edificado el templo al Graciabilísimo.

   Sobre esa piedra histórica los arquitectos y artesanos de Abd al-Malik alzaron, en estilo sirio-bizantino, la famosa Cúpula de la Roca (Qubbat al-Sajra en árabe) en 691, que pronto se consideró como la tercera de las cuatro maravillas del mundo musulmán (las otras eran las mezquitas de La Meca, Medina y Damasco). No era una mezquita, sino un santuario para alojar la roca.

   Sobre una construcción octogonal de piedras escuadradas, con un diámetro de 48 metros, se eleva la cúpula de 30 metros altura y 20 metros de diámetro, hecha de madera, cubierta externamente de bronce dorado. Cuatro elegantes portales, cubiertos sus dinteles de espléndidas planchas de bronce repujado, conducen a un interior dividido en octógonos menguantes por columnatas concéntricas de mármol pulido; las magníficas columnatas fueron sacadas de ruinas romanas, los capiteles eran bizantinos. Las embecaduras de los arcos se distinguen por mosaicos que representan árboles plasmados con delicadeza incomparable; aún más hermosos son los mosaicos del tambor, bajo la cúpula.

   Alrededor de la cornisa de la columnata exterior, en letras amarillas sobre azulejos azules, se puede leer una inscripción en escritura kúfica (los caracteres angulares preferidos en Kufa), que fueron colocados por el sultán Salahuddín al-Ayubi, más conocido como Saladino, cuando reconquistó Jerusalén de las manos de los cruzados en 1187. Dentro de la columnata interior está la roca maciza, informe, que se proyecta a una altura de un metro y cincuenta centímetros sobre el nivel del suelo.

   La Cúpula de la Roca constituye un acabado ejemplo del sincretismo que originó el arte islámico: su planta se inspira directamente en los edificios de comienzos del cristianismo, las técnicas decorativas utilizadas son las del mundo bizantino y los motivos derivan de los repertorios bizantino y sasánida.

   En julio de 1099, los soldados de la primera cruzada asesinaron a no menos de cinco mil musulmanes, civiles indefensos, ancianos, mujeres y niños, en el interior y las adyacencias de la Cúpula de la Roca, y a otros setenta mil en el resto de Jerusalén. También quemaron vivos a cerca de dos mil judíos dentro de la sinagoga principal.

   El edificio fue restaurado en el siglo XVI durante el gobierno de Suleimán el Magnífico, época de la que datan los revestimientos exteriores de mármol y cerámica, que reemplazaron a los antiguos mosaicos (cfr. U. Heyd: Ottoman Documents on Palestine, 1552-1615, Oxford, 1960).

   «El edificio musulmán más antiguo que ha perdurado a través de los siglos sin modificaciones esenciales es la Cúpula de la Roca de Jerusalén... El templo judío había sido edificado en el lugar en que (según el Antiguo Testamento) el ángel de Dios había detenido el brazo de Abraham cuando éste se disponía a sacrificar a su hijo Isaac. Sobre ese lugar se construyó luego la Cúpula de la Roca. Por una parte, Abraham es uno de los profetas anteriores a Mahoma más importantes del Islam, junto con Moisés y Jesús... El edificio está inspirado en otras construcciones bizantinas de planta central como la iglesia del Santo Sepulcro. La cúpula redonda descansa sobre un tambor y está hecho totalmente de madera. En 1994 fue recubierta de nuevo con placas de cobre y níquel doradas, como en la época omeya. El espacio central del edificio, con entradas en cada uno de los cuatro puntos cardinales, está rodeado por dos galerías separadas entre sí por grupos de columnas dispuestos de forma octogonal. La cúpula y el tambor, los cuales descansan sobre otra columnata circular, cubren una roca... Las arcadas del deambulatorio de la Cúpula de la Roca todavía conservan los mosaicos originales. En cambio, los mosaicos del tambor fueron renovados en el año 1082. En el centro de la construcción se encuentra la piedra desde la que el profeta emprendió su viaje a los cielos... Encima de las arcadas se puede leer una inscripción cúfica. El nombre del constructor Abd al-Malik fue suprimido en 831 por el califa abbasí al-Mamun, reemplazándolo por el suyo propio con el propósito de atribuirse la construcción del edificio. Éste se sitúa en los albores de una evolución a lo largo de la cual la arquitectura sacra islámica encontró unas formas y un lenguaje propios» (Marie-Odile Rousset: ‘La Cúpula de la Roca’, en Olivier Binst (ed.): Oriente Próximo. Historia y arqueología, Könemann, Colonia, 2000, pp. 248-249). Abd al-Malik también fue el califa que oficializó el árabe como el idioma por excelencia de Palestina y de todo el dominio islámico.

   Richard Ettinghausen y Oleg Grabar explican una de las razones de la construcción del famoso Domo: «su decoración con cruces bizantinas y sasánidas y joyas rodeadas de motivos vegetales, su dominio sobre el paisaje urbano de Jerusalén y sus inscripciones de citas coránicas muy elegidas sugieren que el propósito original de la Cúpula de la Roca era conmemorar la victoria del Islam que completa la revelación de los otros dos credos monoteístas, y competir en esplendor y magnificencia con los grandes santuarios cristianos... El diseñador omeya hizo que la cúpula fuera más llamativa desde fuera que desde dentro, donde resulta prácticamente invisible debido a su altura y a la situación de la Roca. Es como si el edificio diera dos mensajes: uno para proclamar al resto de la ciudad que el Islam ha santificado al templo judío y el otro para dar una impresión de lugar sagrado lleno de lujo para usos limitados e internos»(Richard Ettinghausen y Oleg Grabar: Arte y arquitectura del Islam, 650-1250, Manuales Arte Cátedra, Cátedra, Madrid, 1996, pp. 33 y 41).

   El arquitecto suizo Henri Stierlin añade algunos conceptos insoslayables: «En el espíritu creador de Abd al-Malik, la Cúpula de la Roca tenía que convertirse en el verdadero centro del mundo islámico... Tenía además la insigne misión de subrayar la convergencia entre las tres religiones basadas en el Pentateuco. A este respecto, observaremos que la Cúpula de la Roca evoca el primer Santo Sepulcro de Jerusalén (335), del que no está lejos. Existe una analogía intencionada entre estos dos edificios: tanto el uno como el otro obedecen a una planta central con doble deambulatorio, dominada por una cúpula que mide, tanto aquí como allí, 20,40 m de diámetro interno. Ambos albergan una roca sagrada bajo la cual se abre una gruta. Tanto en la una como en la otra, se observa la marca de un pie —el de Jesús que resucita, y el del “enviado de Alá durante su elevación a los cielos”—. Esta convergencia de formas y funciones no puede ser casual. Se basa en una clara voluntad por parte del califa Abd al-Malik de asumir la sucesión de la religión cristiana en los lugares santificados por Abrahán» (H. Stierlin: Íbidem, p. 38.).

   El geógrafo palestino al-Muqaddasi, hacia 985, en su descripción de Jerusalén, brinda esta visión testimonial del edificio: «Al amanecer, cuando la luz del sol da en el Domo y el tímpano recibe los rayos, la fábrica se convierte en un espectáculo maravilloso para la vista, tal como no he visto en todo el Islam. Tampoco sé de ningún templo pagano que pueda rivalizar en gracia con el Domo de la Roca» (Al-Muqaddasi: Description of Syria, Including Palestine, traducido por Guy Le Strange, Palestine Pilgrim’S Text Society, vol. 3, Londres, 1892, p. 3).

   Karen Armstrong destaca que «Muqaddasi estaba muy orgulloso de su ciudad. No había ningún edificio que pudiera rivalizar con la mezquita de la Roca en ningún lugar del mundo islámico; el clima era perfecto; los mercados estaban limpios y bellamente ordenados; las uvas eran enormes y sus habitantes sobresalían como dechado de virtudes. En Jerusalén no se podía encontrar ni un solo prostíbulo y nadie se embriagaba» (Karen Armstrong: Jerusalén. Una ciudad y tres religiones, Ediciones Paidós Ibérica/Editorial Paidós, Barcelona-Buenos Aires, p. 315).

   Hacia 1326 (726 de la Hégira), durante la era de los sultanes mamelucos, el viajero magrebí Ibn Battuta hace otra emocionada narración de su visita a la Cúpula de la Roca, en estos términos de asombro y deleite: «Se trata de uno de los más portentosos, perfectos y sorprendentes edificios por su forma. Reúne una porción de hermosuras, habiendo tomado algo de cada maravilla. se alza en una elevación, en el centro de la mezquita, a la que se sube por una escalinata de mármol. Tiene cuatro puertas. Toda su rotonda está pavimentada, como lo está su interior, con mármol de perfecta ejecución. Tanto por dentro como fuera hay variadas clases de adornos, tan espléndidos que se hace imposible describirlos. La mayor parte de todo ello está recubierto de oro, con lo que la cúpula brilla como perlas de luz y resplandece con la intensidad del relámpago, cegándose la vista de quien la contempla en todo su esplendor. La lengua humana no es capaz de describirla» (Ibn Battuta: A través del Islam, edición y traducción de Serafín Fanjul y Federico Arbós, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 153.).

   Véase Marguerite Gautier Van Berchem, y Solange Ory: Muslim Jerusalem in the Work of Max van Berchem, Fondation Max van Berchem, Ginebra, 1982; Michael Hamilton Burgoyne: Mamluk Jerusalem. An Architectural Study, World of Islam Festival Trust, Essex, 1987; Myriam Rosen-Ayalon: The Early Islamic Monuments of al-Haram al-Sharif, Monographs of the Institute of Archaeology, The Hebrew University of Jerusalem, vol. 28, Jerusalén, 1989; Julian Raby y Jeremy Johns (eds.): Bayt al-Maqdis, Abd al-Malik’s Jerusalem, Oxford University Press, Londres/Nueva York, 1993; David Kroyanker: Jerusalem Architecture, Tauris Parke Books, Londres, 1994; Amikam Elad: Medieval Jerusalem and Islamic Worship. Holy Places, Ceremonies, Pilgrimage, E.J. Brill, Leiden, 1995; Saïd Nuseibeh y Oleg Grabar: The Dome of the Rock, Thames and Hudson, Londres, 1996.

La Mezquita al-Aqsa

   Al-Walid I (668-715), hijo de Abd al-Malik, hará edificar, a unos 150 metros de distancia de la Cúpula de la Roca, en el ala sur de la explanada, la mezquita Al-Aqsa (“la Lejana”). «Ésta es edificada, entre el 707 y el 709, por el califa al-Walid de Damasco, en el lugar de las “soluciones provisionales” señaladas por Arculf. Esta vez se trata de una verdadera mezquita, orientada hacia la Kaaba, que el Omeya edifica delante de la Cúpula de la Roca, al borde de la explanada del Templo. La mezquita al-Aksa ha sufrido demasiados estragos a lo largo de los siglos para que podamos identificar su planta original... Sea como fuere, la mezquita al-Aksa es una sala hipóstila formada por siete naves con arcadas perpendiculares a la Qibla y once intercolumnios precedidos por un vestíbulo. La cubierta tenía que ser totalmente de madera, con techo plano. Al-Aksa representa la parte cubierta del santuario omeya de Jerusalén, porque toda la explanada del Templo (Haram al-Sharif) estaba considerada como un gran lugar de oración y de prosternación. Este espacio no es otro que el antiguo temenos (área sagrada) del Templo de Salomón, que cubría 430 x 300 m, cuya terraza central, sobre la que se alza la Cúpula de la Roca, mide ella sola 190 x 130 m. La mezquita, adyacente al borde de la tapia, está encima de las antiguas construcciones herodianas, a las que los autores árabes llamaban “las cuadras de Salomón”» (H. Stierlin: Íbidem, p. 38-40.). Stierlin también comenta que «La mezquita de Jerusalén, Al-Aksa, se alza al sur del octógono (la Cúpula de la Roca), con el que forma un todo indisoluble, como la cercana iglesia de la Resurrección y del Santo Sepulcro» (H. Stierlin: Íbidem, p. 38.).

La Mezquita de Córdoba

   La civilización andalusí ha sido considerada por estudiosos e historiadores como realmente extraordinaria. Al-Ándalus (los territorios que hoy comprenden España y Portugal) fue el más importante centro cultural del mundo entre los siglos IX y XII. Una economía pujante, una sociedad virtuosa y tolerante, políglota y cosmopolita, fundamentada en una cosmovisión revolucionaria y progresista, forjaron una civilización islámica inmensamente rica en todos los sentidos que se extendió durante ocho siglos en la Península, entre 711 y 1492, y otros tantos al heredar su legado los pueblos hispanoamericanos.

   La penetración musulmana en la Hispania visigoda no fue la pretendida invasión depredadora que nos quisieron transmitir ciertos historiadores, sino una penetración paulatina, y ciertamente bienvenida por la mayoría de la población. Los visigodos seguidores de una herejía cristiana, la del obispo Arrio (260-336) de Libia, que a simples rasgos preconizaba la unidad en materia divina, no tuvieron mayores dificultades en admitir a los musulmanes cuya religión se basaba en un cuerpo dogmático, sencillo, y también de carácter unitario.

   La comunidad judía de Sefarad (España y Portugal), por su parte, recibió con alegría a estos nuevos habitantes quienes, tratándoles como a Gentes del Libro (Ahl al-Kitab), —es decir, seguidores de las Sagradas Escrituras dentro de la tradición abrahámica al igual que los cristianos y ellos mismos—, les liberaron del yugo de la monarquía visigoda al que habían sido sometidos hasta entonces, el cual los mantenía totalmente segregados de la sociedad en la que vivían y aislados de las comunidades judías del Norte de África, Egipto, Palestina y el Asia menor (cfr. Felipe Torroba Bernaldo de Quirós: Historia de los sefarditas, Eudeba, Buenos Aires, 1968; José Amador de los Ríos, Historia de los judíos en España y Portugal, 3 vols., Turner, Madrid, 1984; J. L. Lacave, M. Armengol, y M. Ontañón: Sefarad. La España judía, Lunwerg, Barcelona, 1992; Haim Zafrani: Los judíos del Occidente musulmán. Al-Andalus y el Magreb, Mapfre, Madrid, 1994).

   El escritor, filólogo y pensador español Américo Castro (1885-1972) nos brinda una precisa visión de lo que significó para la Península ocho siglos de civilización islámica: «A la luz de lo dado a conocer en los últimos veinte años, es insostenible la creencia de ciertos arabistas españoles de haber sido los musulmanes “depredadores” e “invasores” de una España previamente existente, y que retornó a su ser prístino luego de ser expulsados tan indeseables ocupantes. Basta pasar la vista por la superficie geográfica de la Península para persuadirse de la total falsedad de ese aserto, por tantos compartidos. Los “depredadores” y los “invasores” no dejan tras sí montañas, ríos y ciudades cuyos nombres revelan la presencia en un país suyo, de quienes imprimieron la huella de su acción civilizadora en la lengua y en todo lo obrado por ellos.Guadalquivires nombre árabe, yTajoestá arabizado, porque de no haber habido árabes se llamaríaTago. Sin árabes no habría ciudades que se llamanAlcalá, Medina, Almunia, Alcolea, Alcazar, Madrid, Almansa (vea el lector el libro de Miguel Asín Palacios, Toponimia árabe de España, el de Jaime Oliver Asín sobre la Historia del nombre Madrid, AECI, Madrid, 1991, etc.). Una casa española tienealjibe, atarjea, zaguán, alcobas, alféizares, alacena, baldosas, zaquizamí, azoteas, albañal. ¿No hacían todo esoalbañiles y alarifes cuya lengua fue inicialmente el árabe? En una vivienda castellana o andaluza (¡no andalusí!) se poníantabiques, habíaazulejos, argollas, arambeles(antiguamente “colgaduras”), y otras cosas que servían paraalhajarla casa. En las paredes se empotrabanalacenas, conanaqueles, en donde se ponían cosas que se colocaban en unazafate(todavía hoy en Colombia significa «bandeja»). El agua se conservaba fresca en unaalcarrazay se sacaba del pozo con unacetre. Se echaba dinero para ahorrarlo en unaalcancía. La algorfaera el sobrado en donde se guardaba el grano. ¿Cuándo habrá un alma, lingüísticamente caritativa, que agrupe en un léxico histórico geográfico todos los arabismos del castellano, del catalán y del gallego-portugués?... En suma, quienes consideran a los musulmanes de al-Andalus como “depredadores” e “invasores” de la auténtica España, proceden como quien pretendiera hacer visible el interior de una cebolla despojándola de sus capas por pensar que bajo ellas se encuentra el auténtico bulbo» (A. Castro: Sobre el nombre y el quién de los españoles, Sarpe, Madrid, 1985, pp. 40-42). Véase sobre la temática el pormenorizado estudio del Dr. Felipe Maíllo Salgado, titular de Árabe e Islam de la Universidad de Salamanca, Los arabismos del castellano en la Baja Edad Media. Consideraciones históricas y filológicas, 3.ª edición, corregida y aumentada, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 1998.

   Dice el historiador musulmán argelino al-Maqqari (ver aparte) que la ciudad andalusí de Córdoba, en el siglo X, era una ciudad civilizada no inferior a Bagdad y Constantinopla. En esa época, en la urbe que se alzaba en la orilla sur del Guadalquivir, había una población de casi un millón de almas (hoy apenas alcanza las 300 mil y no es ni la sombra de lo que fue) encerrados en un perímetro que medía doce kilómetros y en 21 suburbios arrabales; con 200.000 casas, 600 mezquitas y 700 baños públicos en una superficie de 2.690 hectáreas.

   Las calles estaban empedradas y alumbradas de noche. Se podían andar quince kilómetros a la luz de los faroles callejeros junto a una serie ininterrumpida de edificios. La Córdoba musulmana era famosa por sus jardines, acueductos y paseos de recreo, cuando Londres y París eran aldeas toscas y nauseabundas.

   En 785 el emir Abderrahmán I (731-788) comenzó la construcción de lo que sería la Mezquita mayor de la ciudad. Ésta forma un rectángulo que mide 180 metros de norte a sur y 130 metros de este a oeste. En la arquitectura de la mezquita se observan cuatro estilos autónomos representativos de cuatro épocas distintas desde 785 a 987.

   Originalmente el exterior mostraba un muro almenado de ladrillo y piedra y un sólido alminar que superaba en tamaño y belleza a todos los alminares de la época. Diecinueve portales, con arcos de herradura elegantemente esculpidos con pétrea decoración floral y geométrica, conducían al Patio de las Abluciones (hoy Patio de los Naranjos). En este rectángulo, pavimentado con baldosas de colores, había cuatro fuentes, cada una tallada en un bloque de mármol tan grande que se habían necesitado setenta bueyes para su transporte desde la cantera. La mezquita propiamente dicha era un bosque de 1290 columnas, que dividían el interior en once naves principales y veintiuna secundarias. De los capiteles de las columnas partía una variedad de arcos: semicirculares, apuntados, de herradura, la mayoría con dovelas alternadamente rojas y blancas. Las columnas de jaspe, pórfido, alabastro y mármol daban por su número una impresión de espacio ilimitado.

   El techo de madera estaba tallado en cartelas que ostentaban inscripciones, muchas de ellas coránicas. Colgaban de él 200 candelabros que sostenían 7000 tazas de aceite perfumado que les llegaba de depósitos constituidos por campanas cristianas invertidas, también suspendidas del techo. La sección destinada a la oración comunitaria tenía el suelo cubierto con baldosas esmaltadas sobre las que se desplegaban esterillas de caña sobre las que se acomodaban los orantes.

   El mihrab era una pieza octogonal, brillantemente ornamentado con mosaicos esmaltados. El minbar (púlpito con escalones desde donde el jatíb “disertante” pronuncia la jútba o sermón) consistía en 37.000 pequeños paneles de marfil y maderas preciosas: ébano, cidro, áloe, sándalo rojo y amarillo, unidos con clavos de oro o plata y con incrustaciones de gemas.

   En 1523 se decidió imponer en el corazón de la Mezquita de Córdoba, una catedral católica. El propio emperador Carlos V (1500-1558), al ver la aberración que se había causado a la arquitectura del edificio dijo al Obispo Fray Juan de Toledo y a los Capituladores la célebre frase: «Si yo hubiera sabido lo que era ésto, no hubiera permitido que se llegase a lo antiguo: porque haceis lo que hay en muchas otras partes, y habeis deshecho lo que era único en el mundo».

   El escritor checo en lengua alemana Rainer María Rilke (1875-1926), autor de «Sin novedad en el frente», expresó melancólicamente su desazón al visitarla: «Da pena, tristeza y aún vergüenza lo que se ha hecho con la Mezquita al enredar la iglesia y las capillas en sus lisas guedejas, y se querría desenredarla y peinar tan hermosa cabellera».

   En la época del califato de Córdoba, la afluencia a la gran mezquita el viernes al mediodía (en ár. Salat al-yumu’a, ‘Oración Comunitaria del Viernes’), era tan multitudinaria que, en verano, para proteger del sol a los fieles que no cabían en su interior, se desplegaba un magnífico toldo por encima del Patio de las Abluciones.

   La mezquita de Córdoba está considerada como «el más prodigioso edificio del Islam occidental» (Alfonso Jiménez Martín: La mezquita de Córdoba, Cuadernos de Historia 16, Nº 27, Madrid, 1995, p. 5.).

   Véase Leopoldo Torres Balbás: La Mezquita de Córdoba y las ruinas de Medinat Al-Zahara, Col. Monumentos Cardinales de España, XIII, Madrid, 1952; Fernando Chueca Goitía: La Mezquita de Córdoba, Albaicín, Granada, 1971; Marianne Barrucand y Achim Bednorz: Arquitectura islámica en Andalucía, Taschen, Köln, 1992, pp. 60-105; Henri Stierlin: Op. cit, pp. 88-115).

La alcazaba de Alepo

   El origen de la alcazaba de Alepo (Halab en árabe), —la principal ciudad de la República Árabe de Siria, después de Damasco—, es milenario y se remonta a la era prehistórica. Hace cuatro mil años aproximadamente la urbe fue conquistada por los hititas o heteos. Hay una firme tradición que asevera que el Profeta Abraham —hacia el siglo XIX a.C.— habría acampado en la cumbre del pequeño monte (tell en árabe: colina artificial formada por la acumulación de las ruinas superpuestas de una ciudad antigua) de cincuenta metros de altura que domina la ciudad, la cual, mucho tiempo antes del gran patriarca y mensajero monoteísta, servía de asiento a una fortaleza debido a su formidable posición estratégica. Esta fue renovada por el general macedonio y primer soberano de la dinastía seléucida Seleucus I Nicator (354-281 a.C).

   Pero será en la era islámica cuando se convertirá en una típica alcazaba (del árabe al-qasab, ‘la fortaleza’: núcleo defensivo dentro de una ciudad islámica amurallada que consistía en una especie de acrópolis, siempre y cuando las condiciones topográficas lo permitiesen), especialmente en los períodos ayyubí y mameluco (siglos XII-XVI), que recibirá el nombre de ash-Shahba (la Gris). Según el viajero tangerino Ibn Battuta (ver aparte), el poeta al-Jalidi de la corte del soberano shií Abu al-Hasan Ibn Hamdán llamado Seif ud-Daula (916-967), que hizo de Alepo la capital de su reino independiente (cfr. M. Canard: Histoire de la dynastie des Hamdanides, Argel, 1951), dijo acerca de esta fortaleza lo siguiente: «Es un lugar vasto y árido que se levanta contra quien de él quiere apoderarse, con su erguida atalaya y su indomable ladera... ¡A cuántos ejércitos ha hecho morir angustiados ese castillo y a cuántos conquistadores ha obligado a huir.. Los ardides de la fortaleza han rechazado los subterfugios de los enemigos y los males que ha ocasionado han sido mayores que los males de ellos» (Traducción extraída del artículo de Abdellatif Laabi: ‘Tradición y búsqueda en las letras árabes’, revista El Correo de la Unesco, París, Enero 1986, pp. 17-19; véase también Ibn Battuta: Op. cit., pp. 162-169).

   La ciudad de Alepo con sus extraordinarias defensas fue un bastión inexpugnable durante las invasiones de los cruzados (éstos la sitiaron infructuosamente en 1118 y 1124). Entre 1209 y 1211 fue reconstruida por al-Zahir Ghazi, el hijo del sultán Saladino, quien le añadió una imponente mezquita cuyo minarete cuadrado, de veinte metros de altura, constituye un magnífico observatorio (cfr. Jonathan Riley-Smith: Atlas des croisades, Autrement, París, 1996, pp. 57, 59 y 108). Pero el complejo no pudo resistir los ataques de los mongoles que lo saquearon en 1260 y 1401. Fue reparado en 1507 por el último sultán mameluco. En 1822 fue casi destruido por un terremoto.

   Se tiene acceso al recinto a través de una imponente barbacana que consiste en una serie de puertas y que ofrece una entrada abovedada y tortuosa que encierra toda la gama de sistemas defensivos islámicos. Estas sólidas estructuras repletas de matacanes, paneles de decoración e inscripciones en árabe, conforman la estructura arquitectónica militar más impresionante no sólo de Siria sino de todo el Oriente musulmán que deja un recuerdo inolvidable en todo viajero que la visita.

   Pero su interior es todavía más fascinante. Profundos pozos de sesenta metros comunican a misteriosos e intrincados subterráneos. Allí todavía se pueden admirar las dos cisternas gigantes y silos para granos que aseguraban una amplia autonomía en caso de sitio (cfr. J. Sauvaget: Alep, París, 1941).

La Alhambra de Granada

   La Alhambra es un recinto emplazado en una colina sobre la ciudad de Granada, en cuyo seno se encuentra uno de los palacios más relevantes de la arquitectura islámica. El nombre de Alhambra procede del color rojo de sus muros, en árabe Al-Hamrá, construidos con la arcilla ferruginosa del propio terreno. Muhammad I al-Ahmar (1237-1273), primer rey de la dinastía nazarí, comenzó la urbanización de la colina junto al río Darro y construyó la alcazaba (al-qasab en árabe), una impresionante fortaleza —con capacidad para una guarnición de cuarenta mil hombres— que domina la ciudad de Granada desde un espolón, la colina de la Sabika. Su sucesor Muhammad II (1273-1302) concluyó el recinto amurallado, asegurando así la paz interior del palacio-ciudadela de los sultanes granadinos. El palacio real que hoy se conserva, sin embargo, fue construido por Yusuf I (1333-1354) y Muhammad V (1354-1358 y 1362-1391).

   Desde la Plaza Nueva, en el centro de la ciudad, se sube a la Alhambra por la cuesta de Gomérez que es una callejuela estrecha y empinada donde abundan las tiendas de souvenirs y artesanías. Dicha cuesta termina en la «Puerta de las Granadas», edificada por Carlos V en el antiguo perímetro fortificado musulmán que unía la alcazaba con las Torres Bermejas. Al traspasar la puerta, se cambia lo urbano en bosque poblado de penumbras, trinos y rumores de aguas. La Alhambra está cerca y anuncia su magia a través de la naturaleza. A poco de subir por el camino, sobre la izquierda se encuentra la más famosa de las Puertas de la fortaleza roja, la «de la Justicia» (Bab al Sharía). Sobre el arco de la puerta se encuentra la «Mano de Fátima» y una llave que sin duda tienen un sentido simbólico que todavía no se ha podido descifrar. Al traspasar su umbral ingresamos en la Alhambra. Antes de dirigirnos hacia el este para visitar los palacios, es preferible conocer la alcazaba con sus torres «de la Vela» y «del Homenaje» desde donde se puede apreciar un panorama estupendo de la Vega y la ciudad.

   El antiguo palacio nazarí es un conjunto de construcciones agrupadas de forma irregular, pero al mismo tiempo con un extraordinario sentido del rigor espacial. Las distintas estancias se articulan por medio de patios, comenzando por el de ingreso y el de Machuca —desaparecidos casi por completo— que conducían al mexuar o salón de concejo de justicia. Entre éste y el patio de los Arrayanes aparece una pequeña obra maestra, el patio del Cuarto Dorado, cuya sorprendente fachada al cuarto de Comares sirvió de modelo para numerosas obras hispanomusulmanas posteriores. Pasadas estas estancias se abre el Patio de los Arrayanes, una de las piezas fundamentales de la Alhambra gracias a sus prodigiosas proporciones, tensadas por la alberca longitudinal que divide su planta. Su nombre se debe a los dos setos de arrayanes o mirtos que flanquean la alberca sobre la que se reflejan los soportales de la Sala de la Barca y la monumental Torre de Comares (cfr. Darío Cabanelas: ‘La antigua policromía del techo de Comares en la Alhambra’, revista al-Andalus, vol. XXXV, Granada, 1970).

   Dentro de la torre está el ornado Salón de Embajadores donde los monarcas de Granada recibían a los emisarios extranjeros que se maravillaban del arte y riqueza del singular dominio islámico; ahí también el 4 de junio de 1526, el emperador Carlos V, mirando desde un balcón los jardines, las arboledas y el río, exclamó: «¡Cuán desgraciado el hombre que perdió todo esto!». En la antesala de la Torre de Comares se encuentra la siguiente inscripción en árabe: «Edificaste para la fe en la preciosa cumbre una tienda de gloria, que no necesita cuerdas para su sostén». A la derecha del Patio de los Arrayanes se encuentra el Patio de los Leones, considerado uno de los momentos culminantes del arte islámico y construido por Muhammad V a semejanza del paraíso soñado por los fieles musulmanes. Allí una docena de leones de mármol guardan una majestuosa fuente de alabastro. Una interpretación dice que los doce leones simbolizan los Doce Imames o Jalifas de la Descendencia del Profeta, a los cuales éste se refirió en firmes tradiciones. El agua que brota de los leones surtidores es la Misericordia divina que se derrama de los Imames sobre la humanidad. Con su valor ritual, su función refrescante y su contenido simbólico, el agua es un complemento esencial de la arquitectura islámica. «En cuanto al número doce... cuenta con múltiples significados, dentro de una acepción de plenitud y perfección: las doce horas del día, los doce meses del año, las doce tribus de Israel, las doce puertas y los doce cimientos de pedrería de la Jerusalén nueva, los doce Apóstoles, los doce Imames del Irán, e incluso los doce signos del zodíaco» (Henry y Anne Stierlin: Alhambra, M. Moleiro Editor, Barcelona, 1992, p. 87).

   La presencia de estanques, canales y fuentes, sirve para enfatizar los ejes de la composición arquitectónica, para relacionar ámbitos aparentemente inconexos, o para transformar la configuración espacial de diferentes dependencias. Pero además, el agua funciona como un espejo, capaz de reflejar y multiplicar los esquemas arquitectónicos y su decoración. Unida a la luz, el agua incrementa el carácter dinámico de la decoración y origina composiciones místicas, incomparables. La Alhambra, tanto en su Patio de los Arrayanes como en el de los Leones, es el mejor ejemplo de la importancia capital que tiene el agua en la arquitectura islámica, tanto que se puede llamar a al-Ándalus por este motivo «una cultura del agua». Las esbeltas columnas y floridos capiteles de la arcada circundante en el Patio de los Leones, las estalactíticas archivoltas, los caracteres cúficos que constantemente proclaman la divisa de la Granada nazarí —la que a través del tiempo se ha convertido en el símbolo de al-Ándalus por excelencia: Lá gáliba illa Alláh «¡No hay vencedor más que Dios!» (tradición que se remonta al califa almohade Abu Yusuf Yaqub, el cual, al derrotar a los castellanos en Alarcos, el 18 de julio de 1195, portaba ya en su estandarte esta consigna)— hacen de este monumento la obra maestra de la arquitectura del Islam en Occidente.

   Entre las estancias que rodean al patio de los Leones destacan la Sala de Dos Hermanas, que repite la composición espacial del patio y se ilumina de luz natural a través de una excepcional cúpula de mocárabes; la Sala de los Abencerrajes, cubierta por una cúpula similar a la anterior, y la sala de los Reyes, sorprendente por sus pinturas figurativas inusuales en el arte islámico medieval. El conjunto de palacios y estancias de la Alhambra se sucede en los restos del antiguo palacio y los jardines del Partal, y más adelante en algunas torres de sus murallas, como la de la Cautiva o la de las Infantas, guardianas de un misterioso encanto estrechamente relacionado con las leyendas que les dan nombre.

   Los jardines Generalife, del Partal, de los Adarves y de Lindaraja en la Alhambra, con sus rimeros de macetas floridas, con recortados setos que bordean acequias, con estanques y fuentes cubiertos de nenúfares, y todo un conjunto, esplendoroso y sutil, asomándose a la legendaria ciudad, al blanco barrio del Albaicín, a las cumbres nevadas de la sierra, y a la aceitunada apacibilidad de la Vega, justifican sobradamente las expresiones de viajeros como el médico austriaco Ieronimus Münzer que viajó por la Península entre 1494-1495: «Terminada la comida, subimos a la Alhambra. Vimos allí palacios incontables, enlosados con blanquísimo mármol; bellísimos jardines, adornados con limoneros y arrayanes... Todo está tan soberbia, magnífica y exquisitamente construido, de tan diversas materias, que se creería un paraíso. No me es posible dar cuenta de todo (...) Al pie de los montes (de Granada), en una buena llanura tiene casi en una milla muchos huertos y frondosidades que se pueden regar por canales de agua; huertos, repito, llenos de casas y de torres, habitadas durante el verano que viéndolos en conjunto y desde lejos los creerías una populosa y fantástica ciudad. Principalmente hacia el noroeste, en una legua larga, o más, contemplamos estos huertos, y no hay nada más admirable. Los sarracenos gustan mucho de los huertos, y son tan ingeniosos en plantarlos y regarlos que no hay nada mejor. Es además un pueblo que se contenta con poco y vive en su mayor parte de los frutos que de ellos saca, y que no les faltan durante todo el año» (cfr. H. Münzer: Viaje por España y Portugal 1494-1495, Edic. Polifemo, Madrid, 1991).

   El gran humanista italiano Pietro Martire d’Anghiera (1459-1524) cuando visitó Granada (ciudad donde falleció y aún se halla su tumba) en el primer cuarto del siglo XVI, escribía en una de sus epístolas: «Todo el país, en suma, por su gala y lozanía, y por su abundancia de aguas, semeja los Campos Elíseos. Yo mismo he probado cuánto estos arroyos cristalinos, que corren entre frondosos olivares y fértiles huertas, refrigeran el espíritu cansado y engendran nuevo aliento de vida».

   Por su parte, el escritor y viajero romántico francés François René, vizconde de Chateaubriand (1768-1848), rubricó esta frase: «Debería ver usted la Alhambra y Granada. Es como una obra de hadas; es magia, gloria y amor, no se parece a nada conocido». Víctor Hugo (1802-1885) en su poema “Granada” dice: «¡La Alhambra, la Alhambra! Palacio que los genios doraron como un sueño».

   Otros escritores románticos y modernos encontrarán en la Alhambra el mismo encanto y seducción. Son ellos Andersen, Beaumarchais, Byron, Dumas, Ganivet, Gautier, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Somerset Maugham y Merimée. Lo mismo sucederá con pintores y grabadores como Alexandre Laborde, Girault de Prangey, David Roberts, Owen Jones, John Frederick Lewis, Gustav Doré, Henri-Emile-Benoît Matisse y Santiago Rusiñol; viajeros como Richard Twiss, Henry Swinburne, Joseph Townsend y Richard Ford. Y músicos que encontrarán en los palacios bermejos y su entorno una inspiración que flota en su obra: Albéniz, Bizet, Debussy, Donizzetti, Falla, Ravel, Rossini, Schubert o Tomasi.

   El escritor norteamericano Jack London (1876-1916) nunca visitó España, pero en 1885, a los nueve años, deslumbrado por la lectura de los Cuentos de la Alhambra de Irving, decidió construirse con los ladrillos de una chimenea «una pequeña Alhambra privada, con sus torres, sus patios, sus miradores y demás detalles», no olvidando de «colocar letreros en yeso que indicaban su existencia y emplazamiento» (cfr. J. London: Mi vida, autobiografía).

   El erudito suizo Titus Burckhardt, en su magnífico estudio de La civilización hispano-árabe (Alianza, Madrid, 1995) hace esta elucubración mística: «No existe símbolo más perfecto de la Unidad divina que la luz. Por esta razón, el artista musulmán procura la transformación del material mismo que modela en una vibración luminosa. Entre los ejemplos de la arquitectura islámica bajo la soberanía de la luz, la Alhambra de Granada ocupa el primer lugar. El paraíso ha sido creado de la luz divina, y de luz está hecho este edificio pues las formas de la arquitectura hispano-árabe, los frisos de los arabescos (muqarnas), las redes talladas en los muros, las estalactitas perlantes de los arcos, el centelleo de los tejados de azulejos verdes e incluso los chorros del agua de la fuente, existen no tanto por ellos mismos sino para manifestar la naturaleza de la luz. El secreto más íntimo de este arte es una alquimia de la luz».

   El reino islámico de Granada tenía una población cercana a los quinientos mil habitantes, y la Granada ella sola tenía cien mil habitantes, lo que la convertía en una de las ciudades más pobladas de Europa y, naturalmente, la primera de España.

   Hoy día, casi veinte mil millones de dólares ingresan todos los años a España por concepto de la industria turística, y la mayoría de los turistas llegan con un fin determinado: quieren ver esas bellezas incomparables que son la Mezquita de Córdoba, la Torre de la Giralda de Sevilla y la Alhambra de Granada. La Alhambra es uno de los monumentos históricos más visitados del planeta con una cifra que oscila entre los ocho a diez mil viajeros diarios provenientes de los cuatro puntos cardinales, la cual sólo es superada por el Museo del Louvre de París que registra un promedio de quince mil visitantes por día.

   Véase Luis Seco de Lucena y Paredes: La Alhambra, como fue y como es, Granada, 1935 y El Libro de la Alhambra. Historia de los Sultanes de Granada, Everest, León, 1988; Girault de Prangey: Recuerdos de Granada y de La Alhambra. Monumentos Arabes y Moriscos de Córdoba, Sevilla y Granada, Edit. Escudo de Oro, Barcelona, 1985; James Cavanah Murphy: Las antigüedades árabes de España: La Alhambra, Procyta, Granada, 1987; Juan Vernet: Al-Andalus. La España islámica, Lunwerg, Barcelona, 1987; Antonio Enrique: Tratado de la Alhambra hermética, Ubago, Granada, 1991; Rafael Manzano: La Alhambra. El universo mágico de la Granada islámica, Anaya, Madrid, 1992; Oleg Grabar: La Alhambra: iconografía, formas y valores, Alianza, Madrid, 1994; Manuel Barrios Aguilera y Bernard Vincent: Granada, 1492-1992. Del Reino de Granada al futuro del mundo mediterráneo, Ed. Universidad de Granada, Granada, 1995; David Nicolle: Granada 1492. The Twilight of Moorish Spain, Campaign Series Nº 53, Osprey, Londres, 1998.

Del libro CIVILIZACION DEL ISLAM; Edición Elhame Shargh

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