Por: Ricardo H. S. Elía
«Lo que otorga a la miniatura un estilo de belleza casi único no es tanto el tipo de escenas que retrata como la nobleza y la sencillez de la atmósfera poética que las impregna» (“El Arte del Islam”, pp. 42-3)
Titus Burckhardt (1908-1984)
El arte de la miniatura se originó en el seno del Islam al traducirse al árabe algunos libros científicos ilustrados —sobre medicina, botánica o zoología— de los que circulaban entre los pueblos helenizados. La primera escuela fue fomentada por los abbasíes en el marco de la «Casa de la Sabiduría», donde se realizaban las copias de los textos grecolatinos.
Las ilustraciones de las copias árabes, pese a la influencia de sus modelos, fueron transformándose paulatinamente hasta alcanzar un dibujo que acentuaba la bidimensionalidad y que con su simplificación aportaba una mayor expresividad. Este estilo revolucionario alcanzó su apogeo en las diferentes versiones de las Maqamat (composiciones de un género literario caracterizado por su temática ejemplarizante y humorística) de Abu Muhammad al-Qasim Ibn Alí al-Harirí (1054-1122), pertenecientes a la denominada “Escuela de Bagdad”.
Tras la caída del califato bagdadí en 1258, el arte de la miniatura prosiguió con los mamelucos, quienes dieron continuación a este estilo, mejorando mucho su acabado. Durante este período, la miniatura no ocupaba por lo general toda la página del manuscrito, sino que se intercalaba en el texto, y tampoco quedaba circunscrita a un recuadro (cfr. Richard Ettinghausen: La peinture arabe, Albert Skira, Ginebra, 1962).
También existió una escuela reducida pero importante en al-Ándalus y el Magreb (cfr. Rachel Arié: Miniatures hispano-musulmanes, Brill, Leiden, 1969).
El argelino Muhammad Racim (1896-1975) restauraría esta tradición del Occidente musulmán a principios del siglo XX, con importantes trabajos plasmados desde la más pura concepción islámica. Racim sabe rescatar para su pueblo un gran tesoro, el de su cultura pictórica, abandonada durante siglos, y las más queridas glorias de su historia, como son la Casbah y los motivos urbanos de Argel y las galeras y el arte naval de Baba Aruw (1474-1518) y Jairuddín (1476-1546), el Barbarroja de los occidentales.
Véase Georges Martin: Mohammad Racim, miniaturiste algérien, París, 1971; Mohammed Racim, miniaturiste algérien, Institut du Monde Arabe, París, 1992; Gonzalo Monterroso: Muhammad Racim, inventor de la miniatura argelina, revista «El Mensaje del Islam», Buenos Aires, abril 1995, pp. 11-23.
Tras las invasiones de los mongoles, Mesopotamia, Siria y Egipto fueron desplazados culturalmente por las provincias orientales del Dar al-Islam, donde los nuevos soberanos de las dinastías ilján y timurí regeneraron la tradición persa, aun y cuando hasta el siglo XV fue perceptible en ella la influencia china. Las miniaturas de la enciclopedia de historia universal del polígrafo y médico Rashíd al-Din (ver aparte) muestran paisajes y personajes de perfil (cfr. John Joseph Saunders: Muslims and Mongols. Essays on Medieval Asia, University of Canterbury, Nueva Zelanda, 1977).
Los centros de la miniatura persa, como Herat, Shiraz, Tabriz o Bujará, desarrollaron, bajo el esplendoroso mecenazgo de Shah Ruj Mirzá(cuarto hijo de Tamerlán, que reinó entre 1404 y 1447) y del príncipe bibliófilo Baisangur (para quien un magnífico Sha Nameh fue completado hacia 1430), una estética diferente a la de la miniatura árabe. La representación no es naturalista y los personajes, a menudo estereotipados, se confunden entre unas formas ornamentales (paisajes o arquitecturas) en las que predomina el sentido de la composición, aunque carente de perspectiva.
La miniatura persa se caracteriza por la riqueza de su policromía, cuyo fulgor ha sido comparado muchas veces con el esmalte. Mientras que en los siglos XIII y XIV las miniaturas constituían frecuentemente una serie de viñetas insertadas en las páginas del manuscrito, poco a poco tendieron a independizarse del texto hasta tomar la forma de cartuchos caligrafiados. El Sha Nameh de Firdusí, el Hamzeh de Nizami y el Bustán de Saadi aportaron numerosos temas a los miniaturistas. Véase Stuart Cary Welch: A King’s Book of Kings. The Shah-Nameh of Shah Tahmasp, The Metropolitan Museum of Art, Nueva York, 1976; Ernst J. Grube: La pittura dell’Islam. Miniature persane dal XII al XVI sec., Capitol, Bolonia, 1980; The King Book of Kings. An Album of miniatures from The Shah Tahmasp manuscript of Shah Nameh of Ferdowsi, Edit. Dyavad Yassavoli y Farhang sara, Teherán, 1990; Francis Richard: Splendeurs persanes. Manuscrits du XIIe au XVIIe siècle, Bibliothèque Nationale de France, París, 1997.
El pintor y calígrafo Kamaluddín Behzad (1450-1536), nacido en Herat (hoy Afganistán), es uno de los miniaturistas más relevantes de la escuela persa. Sus trabajos constituyen unas elegantes composiciones naturalistas en las que se logra plasmar una atmósfera psicológica: rodeados de espacios abiertos y de planos sincopados, los personajes se individualizan en su movimiento y en su expresión, dentro de una gama de matices tan vivos como armoniosos. Tras la caída de los timúridas, Behzad se trasladó de Herat a Tabriz, donde pasó a dirigir la biblioteca de los sha Ismail y Tahmasp. Ya en vida, su influencia fue considerable, y su nombre llegó a ser tan célebre que durante tres siglos toda miniatura de calidad llevaba su firma apócrifa.
La miniatura persa experimentó una excepcional renovación con la llegada al poder de los safavíes en 1502. El mecenazgo del sha Tahmasp I (1514-1576), quien patrocinó un taller en el que se gestaron numerosas obras maestras, fue decisivo. En Isfahán, el nieto del sha Tahmasp, el shah Abbás I el Grande (1571-1629), logró que la miniatura adquiriera mayor gracia y fluidez: el dibujo sustituyó al color y en numerosas páginas se efectuaron composiciones a tinta, simplemente realzadas con algunos toques de aguada o de oro. De esta época datan las múltiples representaciones de personajes jóvenes, cuyo sexo a veces es indefinido.
La sencillez, espontaneidad y cierta ingenuidad de la miniatura persa y otomana nos hacen pensar en un «realismo naïf», precursor de la escuela postexpresionista de los pintores franceses Henri Rousseau (1844-1910) y André Bauchant (1873-1958).
Véase L. Binyon, J.V.S. Wilkinson y Basil Gray: Persian Miniature Painting, Oxford-Londres, 1933; Basil Gray: La peinture persane, Albert Skira, Ginebra, 1977; Stuart Cary Welch: Royal Persian Manuscripts, Thames and Hudson, Londres, 1978; Norah M. Title: Persian miniature painting and its influence on the art of Turkey and India, The British Library, Londres, 1983; Norah M. Titley: Persian Miniature Paintings and Its Influence on the Art of Turkey and India, University of Texas Press, Austin (Texas), 1984; G.M. Meredith Owens: Persian Illustrated Manuscripts, Published by the Trustees of the British Museum, Oxford, 1985; Sheila R. Canby: Persian Painting, Thames and Hudson, Nueva York, 1993.
La miniatura persa constituyó el modelo de referencia de dos escuelas que, sin embargo, evolucionaron de manera opuesta. La primera de ellas fue la escuela otomana, cuyo centro estaba situado en Estambul. Sus miniaturas presentan una gran preocupación por el detalle, tanto en el plano físico como en el social, y se distinguen por su escrupulosa búsqueda de lo que constituye la identidad del tema representado. Sin embargo, las composiciones permanecen estáticas, incluso hieráticas. Los numerosos volúmenes consagrados a la crónica de los reinados de los sultanes constituyen la perfecta ilustración de esta tendencia. En el siglo XVII, con las aportaciones del pintor Abdulyelil Çelebi, conocido como Ressam Levni (m. 1732), se insinuó una mayor desenvoltura en la pintura otomana. Con todo, un aspecto original de ésta se desarrolló a través de las reconstrucciones geográficas efectuadas con motivo de las numerosas campañas militares de los sultanes. Véase G.M. Meredith-Owens: Turkish Miniatures, Londres, 1963; Richard Ettinghausen: Turkish miniatures from the thirteenth to the eighteenth century, UNESCO, Nueva York, 1965; E. Binney: Turkish Miniature Paintings and Manuscripts, Nueva York, 1973; Michael Levey: The World of Ottoman Art, Thames and Hudson, Londres, 1975; And Metin: La peinture miniature turque. La periode ottomane, Editions Dost, Ankara, 1976; Géza Fehér: Miniatures Turques des croniques sur les campagnes de Hongrie, Librairie Gründ, París, 1978; Norah M. Titley: Miniatures from Turkish Manuscripts, Londres, 1981.
La mogola fue la segunda de las escuelas tributarias de la miniatura persa, aunque en su caso originó una estética diferente, mucho más naturalista, hasta incluso realista. A lo largo del reinado de la dinastía (1526-1858), las composiciones mogolas se caracterizan por su vivacidad y en ellas los elementos constitutivos de las escenas son puestos en relación los unos con los otros, más allá de la mera yuxtaposición. Las miniaturas del Babur Nameh (Libro de Babur; véase Sir Lucas King: Memoirs of Zehir-ed-Din Muhammad Babur, Oxford University Press, Londres, 1921) o las del Akbar Nameh (Libro de Akbar) constituyen magníficos ejemplos de todo ello.
En el mundo islámico, la India fue asimismo la región donde arraigó el arte del retrato. Como en Irán, los cánones del arte occidental (introducidos por los grabados que difundieron, entre otros, los jesuitas) fueron integrados y asimilados, especialmente en lo que respecta a la ejecución de la luz y la atmósfera. En el siglo XVII, durante el reinado de Yahanguir (1569-1607), la miniatura se liberó de las limitaciones que le imponía el manuscrito y apareció como obra independiente. Bajo esta forma fue reunida en álbumes. El más extraordinario de todos es el Padshahnameh, o «Crónica del Rey del Mundo», exquisitamente compuestso e ilustrado durante los treinta años del reinado de Shah Yahán, entre 1628 y 1658 (véase Caroline Stone: The Mosts Splendid Manuscripts, en la revista Aramco World, Houston, Texas, Noviembre/diciembre 1997, pp. 18-31)
Véase P: Browne: Indian Painting under the Mughuls, AD 1550 to AD 1750, Oxford, 1924; Stuart Cary Welch: Imperial Mughal Painting, George Brazillier, Nueva York, 1978; Douglas Barret y Basil Gray: La peinture indienne, Albert Skira, Ginebra, 1978; Mark Zebrowski: Deccani Painting, University of California Press, Los Angeles, 1983; Stuart Cary Welch y Annemarie Schimmel: The Emperor’s Album. Images of Mughal India, Harry N. Abrams, Nueva York, 1990; Mildred Archer: Company Paintings. Indian Paintings of the British Period, Victoria and Albert Museum, Londres, 1992; Amina Okada: Indian Miniatures of the Mughal Court, Harry N. Abrams, Nueva York, 1992; Anjan Chakraverry: Indian Miniature Painting, Tiger Books, Londres, 1996.
A lo largo de toda esta historia de la miniatura, los mecenas fueron también coleccionistas. En la época del colonialismo, los occidentales, por su parte, se dedicaron asimismo a coleccionar miniaturas islámicas, y por desgracia no dudaron en mutilar muchos manuscritos para quedarse con las imágenes que contenían, todo ello en detrimento de unos textos cuyo alcance no siempre comprendían. Véase para la miniatura y el arte del Islam en general, Alexandre Papadopoulo: El Islam y el arte musulmán, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1977; Seyyed Hossein Nasr: Islamic Art and Spirituality, State University of New York Press, Nueva York, 1987; Jonathan Bloom y Sheila Blair: Islamic Arts, Phaidon, Londres, 1997, Dominique Clévelot: L’art islamique, Editions Scala, París, 1997.
Del libro CIVILIZACION DEL ISLAM; Edición Elhame Shargh
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