“A las 8.45 del 11 de septiembre de 2001 Estados Unidos sufrió el peor ataque de su historia en su propio suelo por parte de sus enemigos extranjeros. Visto que los detalles de lo que sucedió ya son tan conocidos como los del 7 de diciembre de 1941 y los del 11 de septiembre de 1939, no me voy a extender sobre el número de aviones utilizados, la cantidad de víctimas mortales o las múltiples llamadas telefónicas de adiós por parte de seres queridos que viajaban en los aviones que los terroristas suicidas estrellaron en el World Trade Center y en el Pentágono. Lo que sí desearía hacer, ahora que me acerco al final de este libro, es formular una serie de puntillosas preguntas a nuestro Comandante en jefe, quien por haber sido designado por los amigos de papá (Bush) en el Tribunal Supremo, piensa que no tiene que responder a nada. Aquel día murieron 3.000 personas y hay algo en dicha tragedia que a mí y a un montón de gente más no nos acaba de cuadrar. Así que señor Bush, ¿podría aclararme estas cuestiones?
En un libro escrito por el jubilado profesor norteamericano de religión y teología, ahora convertido en escritor político, David Ray Griffin, se describen más de un centenar de pruebas contra el reporte de la comisión investigadora de los ataques terroristas de Septiembre 11 en Nueva York y el Pentágono, referidos en este artículo como los ataques del 9/11. Este libro concluye que el reporte de la comisión se dedicó solamente a absolver a la administración del presidente Bush y a las fuerzas armadas, de cualquier tipo de culpa relacionada con los ataques. Al mismo tiempo el autor del interesante libro expone como, además de encubrir, la comisión también se dedicó a ignorar asuntos bastantes comprometedores que dan al traste con la idea de que estos ataques fueron perpetrados por Al Qaeda y que no pudieron ser detectados debido a confusión, negligencia y falta de coordinación entre las distintas agencias del gobierno norteamericano, poniendo más peso en culpar sutilmente a la FAA (Administración Federal de Aviación), que estaba encargada de informar a las fuerzas armadas de los secuestros aéreos.
Hay un arma más peligrosa y dañina que las armas químicas o nucleares, porque aunque sus efectos no son tan inmediatos y contundentes como los de aquellas, terminan por desgastar y dominar a su objetivo. Es un arma también de destrucción masiva de la humanidad. Es el arma de la prensa, de los medios de comunicación manejados por intereses espurios que anteponen sus propias conveniencias a las de la comunidad. Algún día deberán investigarse serena pero firmemente, todos los crímenes de lesa humanidad que a lo largo de los años han ido cometiendo o ayudando a hacerlos, los grandes medios de comunicación masiva, amparándose en los principios inalienables de la “Libertad de prensa y de expresión”.
Como en las clásicas películas de indios y vaqueros de los principios del cine sonoro en Hollywood, otra vez se escuchan en los viejos estados de la Unión del norte de América, los tambores de guerra. Pero por esas absurdas circunstancias que tiene la historia, esta vez no son los indios los que los hacen sonar, sino los “vaqueros”, los clásicos “muchachitos” que en aquellas antiguas joyitas del celuloide, podían protagonizar John Waine o Alan Laad, entre otros. Perdón...dijimos mal al expresar “otra vez vuelven a sonar...”. Debimos haber dicho: “siguen sonando” que hubiese sido lo más correcto, porque desde el fin de la Segunda Gran Guerra Mundial (e incluso desde mucho antes, ya lo veremos en el transcurso de este informe), los tambores de guerra norteamericanos no han dejado de repicar.