Civilización del Islam

Jardines, agronomía y botánica

Por: Ricardo H. S. Elía

«¡Oh habitantes de al-Ándalus, qué felicidad la vuestra al tener sombras, ríos y árboles! El Jardín de la Felicidad Eterna no está fuera, sino en vuestro territorio; si pudiera elegir es este lugar el que escogería. No creáis que mañana entraréis en el Infierno;

¡no se entra en el Infierno después de haber estado en el Paraíso!».

Ibn Jafawa de Alcira

  El origen más remoto de los jardines musulmanes hay que rastrearlo en Oriente y se basa en la idea del Paraíso Terrenal que hablan todas las cosmogonías antiguas y está descrita en la Biblia:

   «Plantó Dios un jardín en Edén, al oriente, y allí puso al hombre a quien formara. Hizo brotar en él de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar, y en el medio del jardín el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Salía del Edén un río que regaba el jardín y de allí se partía en cuatro brazos. El primero se llamaba Pisón... el segundo se llamaba Guijón... el tercero Tigris... el cuarto Eufrates» (Génesis 2, 8 a 14).

   La predilección musulmana por los jardines, tiene su origen en el Jardín-Paraíso descripto en el Corán que es, ante todo, la suprema e infinita promesa de felicidad a los que hacen el bien y vedan el mal: «Quienes obedezcan a Dios y a Su Enviado, El les introducirá en Jardines debajo de los cuales fluyen ríos, en los que estarán eternamente» (Corán: Sura 4, Aleya 13).

   Numerosos pasajes del Libro por excelencia del Islam evocan este lugar delicioso con una imagen tan precisa que ésta llegó a ser fuente de inspiración para los creadores de jardines.

   En el seno de un cercado protegido de los vientos del desierto, el agua de los Cuatro Ríos del Paraíso discurre por canales entre parterres con árboles cargados de frutos y poblados de pájaros, mientras unas huríes acogen en sus pabellones a los bienaventurados para toda una eternidad de delicias.

   «A los que creen y hacen buenas obras, les haremos entrar en jardines, bajo los cuales corren ríos, donde morarán eternamente; tendrán en ellos esposas purificadas y les haremos disfrutar de una densa sombra» (Sura 4, Aleya 57).

   «Los que temen a su Señor tendrán, junto a su Señor, los Jardines de la Delicia» (Sura 68, Aleya 34).

   También las siguientes aleyas coránicas se expresan en el mismo sentido: 38-52, 44-54, 52-20, 55-72, 56-22 y 78-33:

   El jardín, paraíso y recuerdo del primigenio oasis del desierto, ocupa por tanto un lugar privilegiado en el imaginario musulmán. La catedrática María Jesús Rubiera Mata de la Universidad de Alicante desarrolla en su obra esta perspectiva: «El oasis debe ser el principio del jardín árabe, el oasis, que ofrece al beduino el placer estético del claroscuro, al presentarse como una mancha negra en el luminoso horizonte, y luego, cuando se acoge bajo sus palmeras colmará el resto de sus sentidos con la frescura de su sombra, con el agua de su manantial, recogida en una charca tranquila como un espejo, o sonora y fluyente en riachuelos o en rudimentarias acequias que nacen de su fuente. El Profeta del Islam trascenderá estas sensaciones y mientras los persas habían hecho de sus jardines, paraísos, los árabes harán del Paraíso un jardín» (María Jesús Rubiera Mata: La arquitectura en la literatura árabe, Ediciones Hiperión, Madrid, 1988, p. 79).

   Árboles, sombra y agua componen un jardín persa. Para ese pueblo, el Paraíso habla de flores y jardines. Precisamente, la palabra «paraíso» por mediación del griego paradisos, procede de Persia, donde figura en el Avesta bajo la forma pairi (“circular”) daéza (“pared” o “muro”).

   El persa moderno (farsí), arabizado, tiene la equivalencia a través del término firdaus.

   En el Corán la morada de los justos se denomina al-yanna, en árabe. También se la denomina yannat ‘adn «el Jardín del Edén», o yannat an-na’im «el Jardín de las Delicias».

   Esto era de esperarse, puesto que el paraíso muslímico, revelado por el Corán es una promesa de jardines en flor: «No oirán allí frivolidades ni reproches de pecado, sino una palabra: ¡Paz! ¡Paz! Y los bienaventurado se alojarán allí, entre los tallos de lotos, bajo árboles de mawz recubiertos de flores» (Sura 56, Aleya 25).

   El famoso jesuita zaragozano Miguel Asín Palacios (1871-1944), islamólogo y arabista, a propósito de la tradición monoteísta de los Cuatro Ríos, cita un pasaje del texto del Mi’ray (cfr. Tafsir de Jazin, III. 145 y ss., Muhammad Effendi Mustafá Editor, El Cairo, 1318 de la Hégira) en la que el Profeta Muhammad dice: «Y he aquí que había cuatro ríos, dos ocultos y dos exteriores. Dije: “—¡Oh Gabriel! ¿Qué son estos ríos?”. Respondió: “—Los ocultos son dos ríos del cielo, y los exteriores, el Nilo y el Eufrates”» (Miguel Asín Palacios: La escatología musulmana en la Divina Comedia, seguida de Historia y crítica de una polémica, Ediciones Hiperión, Madrid, 1984, pág 431).

   El jardín musulmán se inscribió principalmente en la tradición que procedía de la Persia sasánida. Los más bellos jardines de los primeros siglos de la Hégira (siglos VII a IX en Occidente) se lograron en el Irán islámico.

   De este período son dignos de mención los jardines omeyas, en los que se incorporaron rasgos de la tradición de los parques reales helenísticos, a su vez inspirados en los jardines persas, aunque con una particular disposición de los elementos arquitectónicos (pórticos, paseos, peristilos).

   Así, en Yirbat (“Ruinas”) al-Mafyar, en Palestina, en la primera mitad del siglo VIII, explanadas y patios de armas se adicionaron al patio con peristilo situado en el interior del castillo.

   Este tipo de disposición prefiguró la evolución de los jardines de producción omeya, que dieron paso a los grandiosos parques de las residencias abbasíes.

   Estos se inscribieron directamente en la filiación de los jardines sasánidas, de los que recuperaron la amplitud y la rigurosa disposición geométrica.

   Y al igual que sus modelos sasánidas, eran empleados para las cacerías reales y acogían las paradas militares y las recepciones privadas y oficiales. En ellos se practicaba también la equitación y el polo.

   El parque del palacio Yaushaq al-Jaqani, por ejemplo, situado en Samarra (Irak), del siglo IX, se extendía sobre una inmensa explanada florida y plantada de árboles, en las que se intercalaban acequias, estanques y kioscos.

   El relato maravillado de los embajadores bizantinos que fueron recibidos en 917 en el palacio del califa al-Muqtadir (gobernante entre 908-932), en Bagdad, evoca unos jardines en los que, entre estanques de mercurio resplandecientes como un espejo, se paseaba una fauna de animales exóticos en medio de una profusión de raros perfumes.

   Una de las obras más recomendables que trata sobre esta temática es la del especialista Jonas Lehrman: Earthly Paradise. Garden and Courtyard in Islam, Thames and Hudson, Londres, 1980.

   Los vestigios de un jardín del siglo XII descubierto en Marrakesh bajo las ruinas de la primera mezquita de la Kutubiyya muestran que, a pesar de su superficie reducida, había incorporado el esquema persa con sus dos alamedas en forma de cruz.

   El modelo de rigurosa geometría originario de Irán dominó tanto en Oriente como en Occidente, donde al parecer fue adoptado desde el siglo XII. Los jardines nazaríes de la Alhambra (siglo XIV), constituyen un ejemplo de ello, que además inspiró a numerosos jardines del Magreb a partir del siglo XVI (palacio Badí en Marrakesh, 1578).

   Véase Dumbarton Oaks Colloquium on the History of the Islamic Gardens, Dumbarton Oaks, Trustees for Harvard University, Washington, 1976; The Garden in the Arts of Islam, March 25-April 27, 1980, Mount Holyoke College Art Museum, South Hadley, Massachusetts, 1980; A. Petruccioli: Gardens in the Time of the Great Muslim Empires, E.J. Brill, Leiden, 1997.

   El jardín musulmán se diferencia grandemente del jardín griego y del jardín latino tanto en lo estético como en lo conceptual (Cfr. Marcel Detienne: Los jardines de Adonis, Ediciones Akal, Madrid, 1996 (2ª edición).

El jardín andalusí

   En la época del Islam clásico, la historia natural comprendía los dominios de la geología, la farmacopea —vinculada a la medicina—, la física, la zoología y la botánica, con sus derivaciones hacia la agricultura.

   No es extraño que algunos grandes sabios del Islam, como al-Kindi, ar-Razi y al-Biruni, trataran de estas ciencias en sus trabajos enciclopédicos o especializados.

   Ya en el siglo IX, el Libro de los animales (Kitab al-hayawán), del gran literato de Bagdad al-Yahiz, constituyó a su manera un tratado de zoología en el que se describen 350 especies de animales.

   Un siglo después, un grupo de sabios ismailíes, los «Hermanos de la Pureza» (Ijuán al-safa), establecidos en Basora a partir de 983, otorgaron en sus Epístolas (Rasâ’il) una gran importancia a la geología, la botánica y la mineralogía.

   Las ciencias naturales y la farmacopea fueron inseparables de la práctica de los más grandes médicos —como Avicena, Abulcasis y Averroes— y efectuaron brillantes progresos en la época del Islam clásico, como lo patentizan incontables obras, con frecuencia pioneras, acerca de los minerales, las plantas y las drogas.

Al-Ándalus, jardín del Islam

   La farmacopea brilló particularmente en al-Ándalus. En la España musulmana, la farmacología, la zoología y la botánica estuvieron vinculadas, después de que los árabes introdujeran numerosas plantas, desarrollaran una rica agricultura de regadío y crearan jardines botánicos.

   El geógrafo cordobés al-Bakri (m. 1094) estudió en sus trabajos los árboles y los vegetales de su España natal. En Tunicia, Abu al-Salt al-Andalusi (1067-1134) escribió, también en el siglo XII, el innovador «Libro de las drogas simples» (Kitab al-adwiya al-mufrada). Pero era en la España musulmana donde se hallaba la vanguardia de la investigación en ciencias naturales.

   Por la misma época y con el mismo título que el empleado por Abu al-Salt, el andalusí Abu Ya’far al-Gafiqi (m. 1165), hijo del célebre oculista Muhammad al-Gafiqi, llevó a cabo una novedosa descripción científica de las plantas.

   En el siglo XIII, su compatriota Abu-l-Abbás Ibn al-Rumiyya al-Nabati (1166-1240), que estudió en Marrakesh con el farmacéutico Ibn Salih, se hizo célebre con sus trabajos sobre botánica.

   En 1217 realizó un viaje a Oriente con el doble objetivo de peregrinar a La Meca y de llevar a cabo observaciones científicas. Sobre el periplo escribió un libro titulado al-Rihla al-nabatiyya (“El viaje botánico”) cuyo original, desgraciadamente, se ha perdido.

La agronomía musulmana

   Entre los logros que habitualmente se atribuye a los musulmanes de la Edad de Oro (s. VIII al XII), está el de desarrollar de modo notable la agricultura, sobre todo aquella que se refiere a los cultivos de regadío. Y al igual que sucedió en otros campos, como filosofía, música y arquitectura, los musulmanes recuperarán la tradición clásica, en este caso romana, contenida en obras de autores griegos o romanos, como Plinio el Viejo o Lucio Columela, y la pondrán en práctica desde la India hasta al-Ándalus. La primera gran obra de agricultura es el conocido Kitab filaha al-nabatiya (“Libro de agricultura nabatea”), obra de Ibn Uahsiyya, que floreció hacia 900 y recoge los conocimientos de los antiguos nabateos y los cultivadores mesopotámicos. Recordemos que los nabateos eran árabes de una rica zona agrícola, cuya capital era la legendaria Petra (hoy Jordania), la ciudad color rosa, redescubierta en 1812 por el viajero suizo Johann Ludwig Burckhardt (1784-1817), convertido al Islam con el nombre de Ibrahim Ibn Abdallah (cfr. Vida y Viajes de John Lewis Burckhardt, Laertes, Barcelona, 1991).

Al-Dinawari

   Es importante citar el Kitab al-nabat (“Libro de botánica”), de Abu Hanifa Ahmad Ibn Daud al-Dinawari (815-902), de origen persa. Se trata de la obra más completa sobre botánica y agricultura de los primeros tiempos del mundo islámico y que servirá de base a otros textos del mismo género. Está dividida en dos libros: en el primero se describen las plantas que sirven de alimento, plantas de olor, etc.; en el segundo se ofrecen los vegetales en orden alifático, es decir, alfabético. Al-Dinawari también es autor de un tratado sobre astronomía (Kitab al-anwá) y una Historia de Persia, titulada en árabe al-Ajbar at-tiwal (Ed. al-Halabi, El Cairo, 1960).

La escuela de Ibn al-Awwám

   En los siglos XI y XII, surge una escuela agrónoma en al-Ándalus que será la más importante del Islam clásico. Los más conocidos agrónomos y geóponos (los estudiosos de la geoponía, o sea la agricultura) andalusíes de este período son Ibn Wafid (1008-1074), el toledano Ibn Bassal (s. XI), autor de un tratado de agricultura llamado Kitab al-Qasd ua l-bayán —trad. por el arabista y hebraísta José María Millás Vallicrosa (1897-1970), M. Aziman, Tetuán, 1955—, Abu l-Jayr al-Isbili (s. XI), natural de Sevilla como indica su nisba, y del que apenas nada se sabe (su Tratado de Agricultura fue traducido y comentado por J.M. Carabaza, AECI, Madrid, 1991), e Ibn al-Awwám.

   El tratado de Ibn al-Awwám (Kitab al-filaha) fue, durante bastante tiempo, la única referencia sobre la agronomía hispanomusulmana y, paradójicamente, la personalidad del autor casi totalmente desconocida, ya que son mínimos los datos autobiográficos que aporta y una fuente como la de Ibn Jaldún parece conocerlo poco y mal (cfr. Ibn Jaldún: Introducción a la historia universal. Al-Muqaddimah, FCE, México, 1999, p. 919).

   Por el estudio de su obra parece claro que el autor vivió en Sevilla, y más concretamente, en la zona de Aljarafe, dadas las frecuentes citas que, de este distrito en que él realizaba prácticas agrícolas, aparecen en su tratado: «yo sembré arroz en el Aljarafe», o «jamás he visto en los montes del Aljarafe higueras plantadas entre las vides».

   También dice: «Ninguna sentencia establezco en mi Obra que yo no haya probado por la experiencia repetidas veces» (cfr. Ibn al-Awwám: Libro de Agricultura, trad. J.A. Banqueri, 2 vols., AECI, Madrid, 1988, facsimile de la de 1802).

   Ibn al-Awwám redactó su tratado en la segunda mitad del siglo XII. Enlaza con la tradición latina de Lucio Columela (siglo I d.C.), pero recoge mucho de la tradición árabe oriental, representada por el «Libro de agricultura nabatea» de Ibn Uahsiyya, al que en general resume, incorporando los ricos conocimientos farmacológicos andalusíes, manifestando el alto grado del saber existente en al-Ándalus acerca de las casi seiscientas plantas que menciona, además del medio centenar de árboles frutales que describe, ocupándose de cómo han de ser cultivados.

   La obra de Ibn Awwám influyó en el Renacimiento, y, revalorizada por los ilustrados, fue objeto de una versión castellana íntegra, publicada en 1802, por impulso del historiador, economista y político español Pedro Rodríguez Campomanes y Pérez, conde de Campomanes (1723-1803).

   La misma fue traducida por Fray José Banqueri, discípulo del célebre monje maronita Michel Casiri (1710-1791), que editó el texto árabe basándose en el manuscrito de El Escorial y lo tradujo al castellano.

   Resulta muy curioso subrayar que tanto Banqueri como Campomanes estaban convencidos de la utilidad que podía tener la obra de Ibn al-Awwám para el fomento de la agricultura en España a fines del siglo XVIII.

Ibn al-Baitar

   Sin embargo, el más grande botánico farmacólogo de la civilización islámica fue otro hispanomusulmán, Diya al-Din Abu Muhammad Abdallah Ibn Ahmad, llamado Ibn al-Baitar (“el hijo del veterinario”), de Málaga (m. 1248), discípulo de al-Nabati.

   Estudió en Sevilla y en 1220 dejó al-Ándalus para seguir la misma ruta que al-Nabati, aunque él ya no volvería a su tierra natal instalándose en el Oriente musulmán hasta encontrar la muerte en Damasco.

   En la ciudad de El Cairo, el sultán ayubí Malik al-Kamil Nasiruddín Muhammad—sobrino de Salahuddín (Saladino), que gobernó entre 1218-1238— lo nombró jefe de los herboristas de palacio y fue probablemente allí donde escribió sus obras más importantes, entre ellas su gran enciclopedia: al-Yami li-mufradat al-adwiya ua-l-agdiya (“Colección de nombres de alimentos y drogas simples”).

   Ibn al-Baitar viajó a Siria y Anatolia, a pesar de las invasiones cruzadas, para recoger plantas, y sus trabajos constituyen la mejor sistematización sobre las plantas medicinales que jamás se emprendió antes de la época moderna.

   En esos tratados, dio entrada a mil quinientas especies —trescientas de las cuales nunca se habían inventariado hasta entonces—, citó a los autores griegos y latinos y anotó sus propias observaciones.

   Se trata, en fin, de un repertorio crítico del conjunto de la ciencia farmacológica que permaneció como el fundamento de toda la botánica ulterior en el Oriente musulmán.

Ibn Luyún de Almería

   En relación con el cuidado de la tierra en al-Ándalus, la figura más sobresaliente es Ibn Luyún de Almería (1282-1349). Su obra ha sido editada por Joaquina Eguaras Ibañez y lleva por título Tratado de Agricultura (Granada, 1988). Está realizada en verso y contiene importantes conocimientos sobre el tema agrícola, el cuidado de jardines, etc.

   Una obra muy recomendable para profundizar sobre los secretos de la agricultura, la irrigación y el apropiado uso del agua en al-Ándalus es la de Cherif Abderrahmán Jah y Margarita López Gómez: El enigma del agua en al-Ándalus (Lunwerg Editores, Barcelona, 1994). También es muy interesante consultar el trabajo de Varios Autores: El agua en la agricultura de al-Ándalus (Lunwerg/El legado andalusí, Barcelona, 1995).

Maestros de la horticultura

   Hay unos conocidos versos del dramaturgo y poeta español Pedro Calderón de la Barca (1600-1681, que hablan de la gran fama que tenían los musulmanes andalusíes como horticultores:

«...Porque no sólo a la tierra,

pero a los peñascos hacen

tributarios de la yerba;

que en agricultura tienen

del estudio, tal destreza,

que a preñeces de su alzada

hacen fecundas las piedras»

(“Amar después de la muerte”, tema religioso).

   Un refrán popular español de aquella época rima así:

«Una huerta es un tesoro

si el que la labra es un moro».

   El etnólogo e historiador español Julio Caro Baroja (1914-1995), decía que «La fama de los moriscos como horticultores es grande y siempre se les consideró en esta actividad como muy superiores a los cristianos viejos. Los moriscos, dice Andrea Navaggiero (1483-1529, embajador veneciano ante Carlos V) en su memorable descripción de Granada, son los que tienen las tierras labradas, y llenas de tanta variedad de árboles; los españoles -añade-, lo mismo aquí que en el resto de España, no son muy industriosos y ni cultivan ni siembran de buena gana la tierra. Cuando los historiadores arabófilos hablan del estado de florecimiento a que llevaron los árabes la agricultura en España debían decir, de modo más exacto, la horticultura. En efecto, entre las varias oposiciones existentes entre moriscos y cristianos viejos, una de ellas es la que parecían tener en lo que se refiere a la misma explotación del suelo. A través de varios textos parece rastrearse la hostilidad que experimentaban ciertos cristianos, agricultores de secano, cultivadores de cereales en superficies grandes, hacia los horticultores, que cuidaban de huertos de regadío, con cultivos variados e intensivos y de vergeles de tipo mediterráneo» (J. Caro Baroja: Los Moriscos del Reino de Granada, Ediciones Istmo, Madrid, 1991, p. 98).

   El especialista Jesús Ávila Granados tiene similares conceptos: «El auge de la agricultura nazarí se debe, principalmente, a la tecnología hidráulica, capaz de transformar los terrenos de secano en fértiles huertas de regadío, con grandes norias giratorias de acequias, pequeñas aceñas, acueductos, acequias, canales, pozos artesianos, etc. De este modo, los agricultores nazaríes pudieron, incluso, aclimatar nuevos productos. Los nazaríes perfeccionaron asimismo el sistema romano de riego. Los molinos de agua, instalados en las orillas de los ríos, molían los granos de cereales. Los de viento, provistos de anchas velas de barco, hacían girar un eje vertical que movía la piedra de moler el grano. El mejor aceite se elaboraba en los molinos que trituraban los frutos del olivo (almazaras)» (J. Ávila Granados: La Granada Nazarita, Editorial Bruño, Madrid, 1990, p. 12).

La tipología del jardín hispanomusulmán

   El arquitecto-jardinero catalán Nicolás María Rubió i Tudurí (1891-1981) confiesa con franqueza: «El Islam fue, en aquellos tiempos de bárbara oscuridad, el jardinero de Occidente... El contacto jardinero árabe latino se realiza directa y naturalmente bajo el cielo mediterráneo... Los puntos en que se realizó directamente el contacto fueron las islas mediterráneas de Sicilia y Baleares y, en la península hispánica, Andalucía, Murcia y Valencia principalmente... Por los mismos años, Sicilia conocía notables obras del arte del jardín árabe. En Palermo, los jardines de la Ziza eran famosos» (N.M. Rubió i Tudurí: Del paraíso al jardín latino, Los 5 sentidos, Barcelona, 1981).

   En al-Ándalus la idea del jardín era más extendida que en otras regiones del mundo islámico. Era huerto y jardín a la vez, también era un campo de experiencias botánicas, donde aclimatar aquellas especies traídas de oriente, como la granada o la palmera datilera, idea que sería imitada posteriormente por los británicos y materializada en los Royal Botanical Gardens de Kew, sobre el Támesis, cerca de Londres, a partir de 1759.

   Los emires, califas y sultanes de al-Ándalus, a lo largo de sus ocho siglos de historia (711-1492), favorecieron con enorme interés la creación, junto a sus palacios, de jardines botánicos donde se experimentaba con las nuevas especies traídas, iniciándose una técnica de injertos que dio lugar a muchas frutas que hoy se degustan en Europa y América, como el albaricoque, ciertas especies de higos, como el de Málaga, tipos de dátiles, etc.

   También se aclimataban especias y condimentos, como la pimienta negra y el azafrán y plantas aromáticas y medicinales como la alhova y la alheña. Para ello se crearon enormes huertos, con una dotación constante, y se buscaron los mejores geóponos de la época, para que, como avezados investigadores, cuidaran y experimentaran en ese jardín botánico.

   Fueron famosos los huertos de ar-Rusafa, almunia (huerto o granja) de recreo del primer emir omeya en al-Ándalus, Abderrahmán I (731-788); del califa Abderrahmán III (891-961), descendiente del anterior, que instaló un jardín de experiencias botánicas en sus palacios de Madinat az-Zahara (“Ciudad de los Azahares”), a ocho kilómetros de Córdoba; del emir al-Mutamid (1027-1095) en Sevilla en la Buhaira al-kubra, luego ampliados por el califa almohade Abu Yaqub Yusuf en 1172; del soberano de la taifa de Toledo, al-Ma’mún (reinante entre 1043 y 1075), que construyó la almunia al-Mansura, donde hoy se ubica el Palacio de Galiana (cfr. Francisco Prieto Moreno: El Jardín Hispanomusulmán, Caja de Ahorros de Granada, Granada, 1975; S. López Cuervo: Medina Az-Zahra. Ingeniería y formas, Ministerio de Obras Públicas, Madrid, 1985).

   En las albercas andalusíes solía haber plantas acuáticas, como nenúfares, y peces multicolores, como hoy todavía pueden apreciarse en el Jardín del Partal y en el Patio de los Arrayanes de la Alhambra. El oficio de jardinero tenía una significativa dignidad entre los musulmanes andalusíes. No era oficio vil, sino todo lo contrario; representaba una antigua profesión, basada en la ciencia experimental y en una exquisita sensibilidad.

   Este jardinero/botánico era el complemento del perfumista y el médico, oficios llenos de misterio y fórmulas magistrales. Oficios muy apreciados por emires y califas.

   Expiración García Sánchez, catedrática de la Escuela de Estudios Árabes (CSIC) de Granada nos cuenta que «tras la desmembración del califato y la formación de los reinos de taifas, todos los soberanos se apresuraron a imitar las costumbres de los califas destronados, y a estos jardines de “experimentación” se multiplicaron en cada una de las cortes, caso de al-Sumadihiyya en Almería, la Huerta de la Noria o del rey en Toledo y la también llamada Huerta del Rey o Jardín del Sultán —al-Mu’tamid (Muhammad Ibn Abbad (1039-1095) que se hizo llamar al-Mu’tamid bi-llah (“el apuntalado por Dios”), rey poeta de Sevilla)— en Sevilla. Al frente de estos jardines va a estar un geópono teórico. A propósito de al-Sumadihiyya, el historiador y geógrafo almeriense al-’Udri (m. 1085), contemporáneo de los hechos, detalla: “En las afueras de Almería, al-Mu’tasim (Abu Yahya Mu’izz ad-Dawla, al-Mu’tasim bi-llah, régulo de la taifa de Almería entre 1052-1091) construyó un huerto (bustán) de artística traza, con palacios de peregrina factura. En este huerto, además de los habituales, se cultivan frutos exóticos como el plátano, en sus diversas especies, y la caña de azúcar”. Esta tradición va a continuar a lo largo de toda la historia de al-Ándalus —la Buhayra sevillana durante el período almohade o el Generalife granadino en la etapa nazarí—» (E. García Sánchez: La Agronomía en al-Ándalus, en el catálogo de la exposición El Legado Científico Andalusí, Museo Arqueológico de Madrid, Madrid, abril-junio 1992, p. 147).

   En el tratado del geópono granadino al-Tignari (siglos XI y XI), llamado Kitab Zuhrat al-bustán ua nuzhat al-adhan (“Libro del esplendor del jardín y recreo de las mentes”) se menciona el cultivo de especies nuevas como el trigo negro, el trigo rojo (al-ruyún), y el tunecino.

La poesía andalusí de los jardines

   El amor por los jardines, las flores y la naturaleza en general, fue una constante en todo el mundo islámico y en especial entre los andalusíes. Los poetas dejaron su impronta naturalista en su observación de los jardines y almunias que tanto abundaban en al-Ándalus.

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Del libro CIVILIZACION DEL ISLAM; Edición Elhame Shargh

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www.islamoreinte.com; Fundación Cultural Oriente

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