Por: Ricardo H. S. Elía
Dijo el Profeta del Islam, Muhammad Ibn Abdallah: «Todos los hombres son iguales, como los dientes del peine; no hay superioridad del blanco sobre el negro ni del árabe sobre el no árabe».
El escritor y naturalista español Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), autor de la famosa novela «Los 4 jinetes del Apocalipsis», en su obra «La catedral» (Madrid, 1903), hace una definición sintética de la convivencia y tolerancia que caracteriza a la civilización del Islam:
«La regeneración no llegaba a España por el Norte, con las hordas de los bárbaros, se presentaba por la parte meridional, con los árabes invasores (...) Era una expedición civilizadora más bien que una conquista y una corriente continua de emigración se estableció en el Estrecho. Por él pasaba aquella cultura joven y vigorosa, de rápido y asombroso crecimiento, que vencía apenas acababa de nacer; una civilización creada por el entusiasmo religioso del Profeta, que se había asimilado lo mejor del judaísmo y la cultura bizantina, llevando además consigo la gran tradición india, los restos de Persia y mucho de la misteriosa China.
Era el Oriente que entraba en Europa, no como los monarcas persas, por la Grecia, que les repelía, viendo en peligro su libertad, sino por el extremo opuesto por la España, esclava de reyes teólogos y obispos belicosos, que recibía con los brazos abiertos a los invasores.
En dos años se enseñorearon de lo que luego costó siete siglos arrebatarles. No era una invasión que se contiene con las armas: era una civilización que echaba raíces por todos lados. El principio de la libertad religiosa, eterno cimiento de las grandes nacionalidades, iba con ellos. En las ciudades dominadas, aceptaban la iglesia del cristiano y la sinagoga del judío.
Del siglo VIII al XV se fundaba y se desarrollaba la más elevada y opulenta civilización de Europa en la Edad Media».
El sociólogo y lingüista norteamericano de origen judío Noam Avram Chomsky (Filadelfia 1928) destaca la notable diferencia entre «los unos y los otros»: «En 1492, la comunidad judía de España fue expulsada, u obligada a convertirse por la fuerza. Millones de moriscos tuvieron el mismo destino. En 1492, la caída de Granada, que puso fin a ocho siglos de soberanía musulmana, permitió a la Inquisición española ampliar su bárbaro dominio. Los conquistadores destruyeron libros y manuscritos inestimables, riquísimos restimonios del saber clásico, y destruyeron la civilización que había florecido bajo el dominio musulmán, mucho más tolerante y más culta. El camino quedó allanado para el declive de España, y también para el racismo y la brutalidad de la conquista del mundo —”la maldición de Colón”—, en palabras del especialista en historia de África, Basil Davidson» (Noam Chomsky: Año 501. La conquista continúa, Libertarias, Madrid, 1993, p. 12).
Otro principio muy importante que defendieron los alfaquíes musulmanes de al-Ándalus y de otras regiones del Dar al-Islam consiste en que el dimmí (en árabe, “el sometido al pacto”), judío o cristiano, que se vea reducido a la pobreza o se encuentre inválido por enfermedad o por vejez, tiene derecho a ser mantenido por el erario público, una ley social que brilla por la ausencia en muchas de las llamadas «sociedades democráticas» de fines del siglo XX.
Fruto de estas interrelaciones de musulmanes y cristianos, ya tradicionales por aquel entonces, desde que en el siglo IX, denominado de Hierro en Europa, al igual que pudo serlo de la Luz para la cultura trífida andalusí, los monjes benedictinos estudiaron en la Córdoba califal, en ejemplo de la más eficaz y bella convivencia.
La escritora cubana María Rosa Menocal dice en una obra reciente: «Al-Andalus para los musulmanes, Sefarad para los judíos. Nombres que evocan un capítulo único en la historia, cuando musulmanes, judíos y cristianos lograron crear en la península Ibérica una sociedad vibrante marcada por la convivencia en un clima de tolerancia. Un mundo donde un judío podía ser el visir del califa y el epitafio de un rey cristiano estaba escrito en latín, árabe, hebreo y castellano. Una cultura que se nutría de matemáticos, filósofos, poetas y músicos, independientemente de su credo, y que irradió a Europa las primeras traducciones de Platón y Aristóteles, la tradición de la lírica amorosa y la poesía profana, los avances en matemáticas y medicina, y los logros en arquitectura y tecnología» (María Rosa Menocal: La joya del mundo: musulmanes, judíos y cristianos, y la cultura de la tolerancia en al-Andalus, Plaza & Janes Editores, Barcelona, 2003).
Por otra parte, Américo Castro dice que «la existencia de la tolerancia de los reyes cristianos para con moros y judíos era de origen alcoránico, según he demostrado más de una vez» (A. Castro: Sobre el nombre y el quién de los españoles, Sarpe, Madrid, 1985, p. 41).
El gran erudito cristiano del siglo X Gerbert d’Aurillac o d’Auvergne (938-1003), que fue Papa en 999 bajo el nombre de Silvestre II, se consideró que había estado en tratos con el demonio durante su permanencia en Córdoba a cuasa de sus conocimientos astronómicos. El monje benedictino y bibliotecario de la abadía de Malmesbury, Guillermo de Malmesbury (1093-1143), al referir cómo Gerbert hizo renacer las auténticas ciencias matemáticas en la Galia, donde habían estado olvidadas durante tanto tiempo, hace una siniestra referencia alusiva a sus conocimientos de nigromancia adquiridos entre los «sarracenos» . En Florencia se conserva, como interesante reliquia de fines del siglo X, un astrolabio islámico hecho para la latitud de Roma, que según ciertas autoridades, perteneció al Papa Silvestre II (cfr. Eduardo Saavedra: Notas sobre un astrolabio árabe, Atti del IV Congresso Internazionale degli Orientalisti 1878, Florencia, 1880).
Era aquel el siglo en que las diversas comunidades étnicas del Islam y Occidente se fusionaron en grupos híbridos tendientes a su consolidación: muladíes, mudéjares y mozárabes, que inequívocamente participaban de sendas concepciones, más la judía, que actuaba como vértebra.
Este universo de comprensión y hermandad monoteísta tendrá su conclusión a fines del siglo XV con la caída del reino nazarí de Granada y la consecuente expulsión morisca, precedida de la judía. La España sagrada del Corán, la Torá y la Biblia, del Uno en lo Múltiple, perdió entonces la hegemonía espiritual del mundo y el Jardín Hispanomusulmán ingresó en una hibernación interminable. Pero este clima de intransigencia no es medieval. Los Tiempos Modernos han sido todavía más inclementes con la grey que sólo adora al Graciabilísimo y Misericordiosísimo.
El Sagrado Corán explicita el origen común de todos los seres humanos y les recomienda convivir como hermanos teniendo como meta la virtud: «¡Oh, gentes! Os hemos creado a partir de un varón y de una hembra y hemos hecho de vosotros pueblos y tribus, para que os conozcáis unos a otros. Para Dios, el más noble de entre vosotros es el que más Le teme» (Sura 49, Aleya 13).
En la España de las Tres Culturas, allá por los siglos X, XI, XIII y XIV, las tres comunidades, musulmana, judía y cristiana, interactuaron y se enriquecieron mutuamente.
Un ejemplo de esta fructífera comunicación es nuestro idioma castellano, enriquecido con más de cuatro mil voces árabes y decenas de vocablos hebreos.
Los monjes católicos estudiaron en la Córdoba califal y sabios judíos fueron ministros en las cortes musulmanas, en ejemplo de la más eficaz y bella convivencia.
En Toledo y Sevilla, alarifes mudéjares construyeron sinagogas y los soberanos católicos hicieron transmitir el saber de los libros árabes mediante traductores judíos, contribuyendo a expandir las ciencias y el pensamiento racional a la Europa latina.
Hasday Ibn Shaprut, Alfonso X el Sabio, Shlomó Ibn Gabirol, Averroes, Maimónides, Pedro I el Justiciero, Lisanuddín Ibn al-Jatib, el Infante Juan Manuel e Ibn Arabi de Murcia son algunos nombres inolvidables de esa civilización tricultural, única en la historia de la humanidad.
«Todas las tierras, en su diversidad, son una. Y los hombres todos son vecinos y hermanos: Al-Zubaydí (918-989), maestro de gramática de los califas cordobeses al-Hakam II y Hisham II, nos obsequia con esta frase que constituye una temprana declaración de fraternidad universal.
Debemos recordar que la hermosa palabra “convivencia” (vivir con el otro), sólo existe en las lenguas romances (Alándalus era una sociedad bilingüe donde se hablaba árabe y romance indistintamente). En los restantes idiomas occidentales, el concepto es expresado como coexistencia (existir uno y el otro), una palabra mucho menos comprometida que nuestro vocablo “convivencia”.
Luego de ocho largos siglos de civilización musulmana en España se advierte que todo aquello dejó una cultura mestiza, que es de la que procede la actual identidad española. Lo castellano no llegó en estado puro y tampoco lo hispanomusulmán, de ahí que la mezcla de culturas sea, al fin y al cabo, la que ha prevalecido.
La literatura árabe tuvo grandes influencias en Gonzalo de Berceo, el infante Don Juan Manuel, el Arcipreste de Hita, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Miguel de Cervantes. Las huellas andalusíes son inocultables en las narraciones picarescas, en los proverbios, en las fábulas, en las moralejas, en los relatos épicos, en las costumbres, los gestos y las maneras de la cultura hispana.
Dice muy bien un intelectual español contemporáneo, el Dr. Juan Castilla Brazales (Científico Titular del Consejo Superior de Investigaciones Científicas): «... el período de Alándalus destaca muy por encima de otras épocas de la historia de España, sin duda más pobres y oscuras... al-Andalus influyó decisivamente en el saber, en la cultura y en la manera de ser de los españoles» (Juan Castilla Brazales: Érase una vez al-Andalus. Ocho siglos de historia para jóvenes lectores, Junta de Andalucía/Fundación El legado andalusí, Granada, 2000, p. 437).
Del libro CIVILIZACION DEL ISLAM; Edición Elhame Shargh
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