El Profeta Muhammad (BPD)

Su vida basada en las fuentes más antiguas

Martin Lings

Capítulo 1. La Casa de Dios

El Libro del Génesis nos cuenta que Abraham no tenía hijos, ni esperanza de descendencia, y que una noche Dios lo llamó fuera de su tienda y le dijo: «Mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas.» Y mientras Abraham contemplaba las estrellas oyó que la voz decía: «Así de numerosa será tu descendencia.» 15:5 La esposa de Abraham, Sara, tenía entonces setenta y seis años, habiendo sobrepasado hacía ya tiempo la edad de tener hijos, mientras que él contaba ochenta y cinco; ella le dio, pues, su esclava egipcia Agar para que pudiera tomarla como segunda esposa. Pero surgió el resentimiento entre la señora y la esclava, y Agar huyó de la cólera de Sara y clamó a Dios en su aflicción.

Y Dios le envió un ángel con el mensaje: «Yo multiplicaré tu descendencia, que por lo numerosa no podrá contarse.» El ángel también le dijo: «Mira, has concebido y parirás un hijo, y lo llamarás Ismael; porque ha escuchado Dios tu aflicción»16:10 -11. Entonces Agar regresó con Abraham y Sara y les contó lo que habíadicho el ángel y, cuando tuvo lugar el parto, Abraham puso por nombre a su hijo Ismael, que significa «Dios oirá». Cuando el muchacho alcanzó la edad de trece años, Abraham estaba en su centésimo año y Sara tenía noventa años; entonces Dios habló de nuevo con Abraham y le prometió que Sara también le daría un hijo que se debería llamar Isaac.

Sara dio a luz a Isaac y ella misma lo amamantó, y cuando fue destetado, ella le dijo a Abraham que Agar y su hijo no debían permanecer por más tiempo en su casa. Abraham se afligió profundamente por esto, debido a su amor por Ismael; pero de nuevo Dios le habló y le dijo que siguiese el consejo de Sara, que no se acongojase, y de nuevo le prometió que Ismael sería bendito. No una sino dos grandes naciones habrían de mirar a Abraham como a su padre; dos grandes naciones, esto es, dos poderes guiados, dos instrumentos con los que opera la Voluntad del Cielo, porque Dios no promete como bendición lo que es profano, ni hay ante Dios más grandeza que la grandeza en el espíritu. Abraham fue así la fuente de dos corrientes espirituales, que no tenían que fluir juntas, sino cada una en su propio cauce; confió a Agar e Ismael a la bendición de Dios y al cuidado de sus ángeles con la certeza de que todo les iría bien. Dos corrientes espirituales, dos religiones, dos mundos para Dios; dos círculos, por lo tanto dos centros. Un lugar nunca es sagrado por la elección del hombre, sino porque ha sido elegido en el Cielo. Había dos centros sagrados dentro de la órbita de Abraham: uno de

ellos estaba cerca, el otro posiblemente todavía no lo conocía; y fue a este otro al que Agar e Ismael fueron guiados, en un valle yermo de Arabia a unos cuarenta días de camello al sur de Canaán. El valle se llamaba Becca, dicen. Algunos que a causa de su angostura; se halla circundado de colinas por todas partes excepto por tres pasos, uno al norte, otro al sur y un tercero que se abre hacia el Mar Rojo, que se encuentra a cincuenta millas al oeste. El valle se encontraba en una de las grandes rutas de caravanas, llamada, generalmente, «la ruta del incienso», pues el perfume, el incienso y otras mercancías semejantes del Sur de Arabia llegaban al Mediterráneo por este camino. Tan pronto como llegaron al lugar, no transcurrió mucho tiempo antes de que madre e hijo fueran vencidos por la sed, hasta el extremo de que Agar temió que Ismael se estuviese muriendo.

Según las tradiciones de sus descendientes, Ismael clamó a Dios desde donde yacía en la arena, y su madre se colocó sobre una roca al pie de un promontorio cercano para ver si se divisaba alguna ayuda. Al no ver nada, se apresuró hacia otra atalaya, pero desde allí tampoco se veía ni un alma. Medio enajenada, pasó en total siete veces de un punto al otro, hasta que al final de la séptima carrera, cuando se sentaba para descansar sobre la roca más distante, el Ángel le habló. En palabras del Génesis: «Y oyó Dios la voz del niño, y el ángel de Dios llamó a Agar desde los cielos, diciendo: «¿Qué tienes, Agar? No temas, que ha escuchado Dios la voz del niño que aquí está. Levántate, toma al niño y cógele de la mano, pues he de hacerle un gran pueblo.» Y abrió Dios los ojos a Agar, y ella vio un pozo»»Gen 21:17-20.

El agua era un manantial que Dios hizo brotar de la arena al toque del talón de Ismael; a partir de entonces, el valle se convirtió pronto en un alto de caravanas, a causa de la excelencia y abundancia del agua, y a la fuente se la llamó Zam-zam. En cuanto al Génesis, es el libro de Isaac y sus descendientes, no de la otra línea de Abraham. De Ismael nos dice: «Fue Dios con el niño, y creció y habitó en el desierto, y de mayor fue arquero» Gen 21:21-20 Después de eso apenas menciona su nombre, excepto para informarnos de que los dos hermanos, Isaac e Ismael, juntos enterraron a su padre en Hebrón y que, algunos años más tarde, Esaú se casó con su prima, la hija de Ismael.

Podemos encontrar un elogio indirecto de Ismael y de su madre en el Salmo que comienza: «¡Cuán amables son Tus moradas, oh Señor de las Huestes!», en el que se explica el milagro de Zam-zam como consecuencia del paso de Ismael y su madre por el valle: «Bienaventurado el hombre que tiene en ti su fortaleza y anhela frecuentar tus subidas. Aun pasando por el árido valle de Beca, se le hace todo fuentes» Salmo 84: 5-6 Cuando Agar e Ismael llegaron a su destino, a Abraham todavía le quedaban setenta y cinco años de vida, y visitó a su hijo en el lugar sagrado hacia el que Agar había sido guiada. El Corán nos cuenta que Dios le mostró el sitio exacto, cerca de la fuente de Zam-zam, sobre el cual Ismael y él tenían que levantar un santuario (Corán, XII, 26) y se les dijo cómo tenía que construirse. Su nombre, Kaabah, cubo, se debe a su forma, que es aproximadamente cúbica, y sus cuatro esquinas apuntan a los cuatro puntos cardinales. Pero el objeto más sacro de ese lugar sagrado es una piedra celestial que, se dice, un ángel trajo a Abraham desde la cercana colina de Abu Qubays, donde había sido conservada desde que llegó a la tierra.

«Descendió del Paraíso más blanca que la leche, pero los pecados de los hijos de Adán la hicieron negra.» (Dicho del Profeta, Tir. VII, 49.Véase la clave de referencias, p. 395). Colocaron esta piedra negra en la esquina oriental de la Kaabah y, cuando el santuario estuvo terminado, Dios habló nuevamente a Abraham y le ordenó instituir el rito de la Peregrinación a Becca o la Meca, como más tarde vino a llamarse: ¡Purifica mi casa para los que la circunvalan y para los que están de pie, y para los que se inclinan y prosternan! ¡Y proclama a los hombres la peregrinación para que vengan a ti, a pie o montados en flacos camellos, venidos de pasos anchos y profundos! (Corán, XXII, 26~27). Abraham entonces, como parte del rito de la Peregrinación, estableció bajo la orden de Dios, que los peregrinos recorrieran siete veces la distancia entre Safá y Marwah, como habían pasado a llamarse los dos promontorios entre los que ella había corrido. Más tarde, Abraham hizo la siguiente plegaria: ¡Señor! He establecido a una parte de mi descendencia en un valle sin cultivar, junto a tu Casa Sagrada! ¡Inclina hacia ellos los corazones de los hombres! ¡Provéelos de frutos! Quizás, así, sean agradecidos. (Corán XIV, 37).

Capítulo 2. Una gran pérdida

La plegaria de Abraham tuvo respuesta, y costosos presentes llegaban constantemente a la Meca traídos por los peregrinos que en número cada vez mayor venían de todas las partes de Arabia, e incluso de más allá, para visitar la Casa Sagrada. La Peregrinación Mayor se hacía una vez al año, pero la Kaabah también podía ser honrada en cualquier momento mediante una peregrinación menor; estos ritos continuaron cumpliéndose con fervor y devoción según las normas establecidas por Abraham e Ismael. Los descendientes de Isaac también veneraban la Kaabah como un templo que había sido erigido por Abraham. Lo consideraban como uno de los remotos tabernáculos del Señor; pero a medida que pasaron los siglos se contaminó la pureza de la adoración al Dios Uno. Los descendientes de Ismael llegaron a ser demasiado numerosos para vivir todos en el valle de la Meca, y los que se marcharon para asentarse en otros lugares se llevaron consigo piedras del recinto sagrado y cumplían ritos en su honor. Más adelante, por influencia de las tribus paganas vecinas, se añadieron ídolos a las piedras y, finalmente, los peregrinos comenzaron a traer ídolos a la Meca.

Fueron colocados cerca de la Kaabah, y fue entonces cuando los judíos dejaron de visitar el templo de Abraham. (14:15) Los idólatras afirmaban que sus ídolos eran poderes que actuaban como mediadores entre Dios y los hombres. Como consecuencia, su proximación a Dios fue cada vez menos directa, y, cuanto más distante les parecía él, más se debilitaba su sentido de la realidad del Más Allá, hasta que muchos de ellos dejaron de creer en la vida después de la muerte. Pero en medio de ellos, para quien supiera interpretarlo, había una señal evidente de que se habían ido alejando de la verdad: ya no tenían acceso a la fuente de Zamzam, e incluso habían olvidado dónde estaba. Los yurhumíes, que habían venido del Yemen, eran los responsables directos. Se habían hecho con el control de la Meca, y los descendientes de Abraham lo habían tolerado porque la segunda esposa de Ismael era una parienta de Yurhum; pero llegó el tiempo en que los yurhumíes comenzaron a cometer toda clase de injusticias, por lo que finalmente fueron expulsados, y antes de marcharse enterraron la Fuente de Zamzam.

Indudablemente lo hicieron para vengarse, pero también es probable que abrigasen la esperanza de volver y enriquecerse con ello, porque la llenaron con parte del tesoro del santuario, con las ofrendas de los peregrinos que se habían acumulado en la Kaabah a lo largo de los años, y luego la cubrieron de arena. Su puesto como Señores de la Meca fue asumido por Juzaah, una tribu árabe descendiente de Ismael que había emigrado al Yemen y luego había regresado al norte. Pero los juzaahíes no hicieron ningún intento para encontrar las aguas que le habían sido otorgadas milagrosamente a su antepasado. Desde aquel día se habían hecho brotar otros pozos en la Meca, el don de Dios ya no era una necesidad, y la Fuente Sagrada se convirtió en un recuerdo medio olvidado. Juzaah compartió de esta forma la culpa de Yurhum. Deberían ser culpados también en otros aspectos; un jefe suyo, quien en su camino de regreso de un viaje a Siria, había pedido a los moabíes que le diesen uno de sus ídolos. Le dieron a Hubal y se lo llevó al Santuario, e instalado dentro de la misma Kaabah, se convirtió en el ídolo principal de la Meca.

Capítulo 3. El Quraysh de la Hondonada

Una de las tribus árabes más poderosas descendientes de Abraham era la de Quraysh. Alrededor de cuatrocientos años después de Cristo, un hombre de Quraysh llamado Qusayy se casó con una hija de Hulayl, que entonces era el jefe de los Juzaah. Hulayl prefería su yerno a sus propios hijos porque Qusayy destacaba entre los árabes de su tiempo; y al morir Hulayl, después de una violenta batalla que concluyó en arbitraje, se acordó que Qusayy debía gobernar la Meca y ser el guardián de la Kaabah. El, por consiguiente, se trajo a sus parientes más cercanos de entre los qurayshíes y los asentó en el valle, junto al Santuario: Su hermano Zuhrah, su tío Taym, Majzum, el hijo de otro tío, y uno o dos primos menos cercanos. Estos y su descendencia fueron conocidos como el Quraysh de la Hondonada; mientras que a los parientes más lejanos de Qusayy, establecidos en los barrancos de las colinas circundantes y en los campos, más allá de la ciudad, se les conoció como el Quraysh de los alrededores. Qusayy gobernó como rey sobre todos ellos, con poder indiscutido, y cada año le pagaban un tributo por sus rebaños para poder alimentar a los peregrinos que eran demasiado pobres para abastecerse ellos mismos.

Hasta entonces los guardianes del Santuario habían vivido en tiendas en torno a éste, pero Qusayy les dijo que se construyeran casas, habiéndose ya él edificado una espaciosa morada que era conocida como la Casa de la Asamblea. Reinaba la armonía, pero la simiente de la discordia estaba a punto de ser sembrada. Una acusada característica del linaje de Qusayy era que en cada generación hubiese un hombre de preeminencia indiscutible. Entre los cuatro hijos de Qusayy este hombre era Abdu Manaf, que ya recibía honores en vida de su padre. Pero Qusayy prefería a su primogénito, Abd al-Dar, aunque era el menos capacitado de todos; y poco antes de su muerte le dijo: «Hijo mío, igualaré tu rango al de los otros a pesar de que los hombres les honran más que a ti. Nadie entrará en la Kaabah excepto a quien tú se la abras, ninguna mano salvo la tuya anudará para el Quraysh su insignia de guerra, ni ningún peregrino extraerá agua para beber en la Meca si tú no le das el derecho para ello, ni comerá alimento si no es suministrado por ti, ni el Quraysh decidirá sobre ningún asunto si no es en tu casa.»1 Habiéndole así investido con todos sus derechos y poderes, le transfirió la propiedad de la Casa de la Asamblea. Por devoción filial, Abdu Manaf aceptó sin discutir los deseos de su padre; pero en la generación siguiente la mitad del Quraysh se agrupó alrededor del hijo de Abdu Manaf, Hashim, sin duda el hombre más notable de su tiempo, y exigió que los derechos fueran transferidos del clan de Abd al-Dar a su clan.

A Hashim y a sus hermanos los apoyaban los descendientes de Zuhra y Jaym, al igual que los descendientes de Qusayy excepto los de la línea mayor. Los descendientes de Majzum y de otros primos lejanos mantenían que los derechos debían permanecer en la familia de Abd al-Dar. Los sentimientos se excitaron tanto que las mujeres del clan de Abdu Manaf llevaron junto a la Kaabah una jofaina llena de rico perfume, y Hashim y sus hermanos y todos los aliados mojaron en ella sus manos y juraron solemnemente que nunca se abandonarían los unos a los otros, frotando sus manos perfumadas sobre las piedras de la Kaabah para confirmar su pacto. Fue así como este grupo de clanes fue conocido como los Perfumados. Los aliados de Abd al-Dar hicieron igualmente juramento de unión, y se les conoció como los Confederados. La violencia estaba estrictamente prohibida no sólo en el Santuario sino también dentro de un amplio círculo de varias millas de diámetro alrededor de la Meca. Los dos bandos estaban a punto de salir del recinto sagrado para entablar una batalla a muerte cuando se sugirió un compromiso, y se acordó que los hijos de Abdu Manaf deberían tener los derechos de cobrar tributo y proveer a los peregrinos de alimento y bebida, mientras que los hijos de Abd al-Dar conservarían las llaves de la Kaabah y sus otros derechos, y que su casa continuaría siendo la Casa de la Asamblea. Los hermanos de Hashim se mostraron de acuerdo en que él debía tener responsabilidad del abastecimiento de los peregrinos. Cuando se acercó la época de la Peregrinación, Hashim se levantó en la asamblea y dijo: «¡Oh, hombres de Quraysh! vosotros sois los vecinos de Dios, la gente de su Casa, y en esta fiesta vienen a vosotros los visitantes de Dios, los peregrinos, a su Casa. Son los huéspedes de Dios y ningún huésped tiene más derecho a vuestra generosidad que Sus huéspedes. Si mi propia riqueza fuese suficiente no os cargaría con este peso.» (11,87).

Hashim había tenido un gran honor, tanto en casa como fuera de ella. Fue él quien estableció los dos grandes trayectos de caravanas que salían de la Meca, la caravana de invierno al Yemen y la caravana de verano al noroeste de Arabia, y, más allá de ésta, a Palestina y Siria, entonces bajo gobierno bizantino como parte del Imperio Romano. Ambos trayectos discurrían a lo largo de la antigua ruta del incienso y una de las primeras paradas principales de las caravanas de verano era el oasis de Yathrib, a once jornadas en camello al norte de la Meca. Este oasis había estado en otro tiempo habitado principalmente por judíos, pero ahora lo controlaba una tribu árabe procedente de Arabia meridional. Los judíos, sin embargo, siguieron viviendo allí con notable prosperidad, tomando parte en la vida general de la comunidad a la vez que mantenían su propia religión.

Por lo que se refiere a los árabes de Yathrib, tenían ciertas tradiciones matriarcales y se les conocía colectivamente como los hijos de Qaylah, por uno de sus antepasados. Pero ahora se habían ramificado en dos tribus que se llamaban Aws y Jazrach, por los dos hijos de Qaylah. Una de las mujeres más influyentes de Jazrach era Salma, la hija de Amr, del clan de Nayyar, y Hashim le pidió que se casase con él. Ella consintió a condición de que el control de sus asuntos permaneciese por completo en sus propias manos, y cuando le dio un hijo mantuvo consigo al niño en Yathrib alrededor de catorce años. Hashim no sentía aversión por esto ya que a pesar de la fiebre del oasis, que era más un peligro para los visitantes que para los que allí habitaban, el clima era más sano que el de la Meca. Él, además, iba a menudo a Siria y permanecía con Salma y su hijo a la ida y a la vuelta. Pero la vida de Hashim no estaba destinada a ser larga. Durante uno de sus viajes enfermó en Gaza, Palestina, y allí murió. Hashim tenía dos hermanos carnales, Abdu Shams y Muttalib, y un medio hermano, Nawfal.

Abdu Shams se encontraba sumamente ocupado con el comercio en Yemen y, más tarde, también en Siria, mientras que Nawfal no lo estaba, y ambos se ausentaban de la Meca durante largos períodos. Por éstas y quizás también por otras razones el hermano pequeño de Hashim, Muttalib, se hizo cargo de los derechos del abastecimiento de agua a los peregrinos y de recoger el tributo para alimentarlos, y ahora sintió que era su deber pensar sobre el asunto de su propio sucesor. Hashim había tenido tres hijos de otras esposas aparte de Salma. Pero si era cierto todo lo que se decía, ninguno de éstos, como tampoco ninguno de los hijos del propio Muttalib, podía compararse con el hijo de Salma. A pesar de su juventud, Shaybah, así le había llamado su madre, ya mostraba inequívocas dotes de mando y continuamente llegaban a la Meca excelentes informes de él traídos por viajeros que pasaban por el oasis. Finalmente, Muttalib fue a verlo, y lo que vio le incitó a solicitar a Salma que le confiase el cuidado de su sobrino. Salma no estaba dispuesta a dejar marchar a su hijo y el muchacho se negaba abandonar a su madre sin su consentimiento. Aun así, Muttalib no se desanimó e hizo ver a ambos, madre e hijo, que las posibilidades que podía ofrecer Yathrib no podían compararse con las de la Meca. Por su condición de custodios de la Casa Sagrada, el gran centro de peregrinación para toda Arabia, el Quraysh era considerado y respetado por encima de cualquier otra tribu árabe y era muy probable que Shaybah desempeñase un día la función que su padre había tenido, convirtiéndose así en uno de los jefes del Quraysh. Para ello tenía, en primer lugar, que integrarse en su gente. Ningún simple exiliado llegado de fuera podía alcanzar tal honor.

Salma quedó impresionada por sus argumentos; además, sí su hijo se marchaba a la Meca le sería fácil visitarlo allí, del mismo modo que él podría visitarla; así pues, permitió que partiese. Muttalib montó a su sobrino consigo en el camello, y mientras cabalgaban hacia la Meca oyó que algunos curiosos decían al ver al joven desconocido: «Abd al-Muttalib», es decir, «el siervo de al-Muttalib». «Os equivocáis», dijo, «él es nada menos que el hijo de mi hermano Hashim». Las risas con que recibieron sus palabras no fueron sino el preludio de la diversión que se produjo en toda la ciudad cuando la historia de la metedura de pata corrió de boca en boca, y, desde aquel día, el joven fue conocido cariñosamente como Abd al-Muttalib. Poco tiempo después de su llegada, se vio envuelto en una disputa acerca de los bienes de su padre con su tío Nawfal, pero con la ayuda de su tío tutor y la presión ejercida desde Yathrib, Abd al Muttalib pudo asegurar sus derechos. Y no iba a decepcionar las esperanzas que su temprano porvenir había despertado. Cuando, después de varios años, falleció Muttalib, nadie disputó la capacidad de su sobrino para atender a los peregrinos. Incluso se decía que sobrepasaba a su padre y a su tío en el cumplimiento de su labor.

Capítulo 4. La recuperación de una pérdida

Lindante con el lado noroccidental de la Kaabah hay un pequeño recinto rodeado por un muro bajo semicircular. Los dos extremos del muro quedan cerca de las esquinas norte y oeste de la casa, dejando un pasillo para los peregrinos. Pero muchos de los peregrinos ensanchan su círculo en este punto e incluyen el recinto dentro de su órbita, pasando alrededor del exterior del muro bajo. El espacio que comprende se llama «Hichr Ismail», ya que bajo las losas que lo recubren se hallan las tumbas de Ismael y Agar. Abd al-Muttalib sentía tal gusto por estar cerca de la Kaabah que, a veces, hacía que le extendieran un lecho en el Hichr. Una noche, mientras allí dormía, se le apareció en una visión una figura de formas imprecisas que le dijo: «Excava la agradable claridad.» «¿Qué es la agradable claridad?», Preguntó, pero quien hablaba se desvaneció. Al despertarse, Abd al-Muttalib sintió tal felicidad y paz de espíritu que decidió pasar la siguiente noche en el mismo sitio. El visitante volvió y dijo: «Excava la beneficencia.» Más de nuevo quedó su pregunta sin respuesta. La tercera noche le dijo: «Excava el tesoro escondido», y una vez más se desvaneció quien hablaba al ser interrogado.

Pero la cuarta noche la orden fue: «Excava la Zamzam»; en esta ocasión, al preguntar «¿Qué es la Zamzam?», su interlocutor dijo: «Excávala, no lo lamentarás, porque ella es tu herencia, la de tu más grande antepasado. Nunca se secará, ni dejará de proveer de agua a toda la muchedumbre de peregrinos.» Luego, el ser que hablaba le dijo que buscase un lugar donde hubiera sangre y excremento, un hormiguero y cuervos picoteando. Por último, le dijo que suplicase «Agua abundante y cristalina que abastecerá a los peregrinos durante toda su peregrinación.» (1.1.93) Despuntaba el alba cuando Abd al-Muttalib se levantó y abandonó el Hichr en la esquina septentrional de la Casa Sagrada, llamada la esquina iraquí. Luego caminó junto al muro del noreste, en cuyo otro extremo está la puerta de la Kaabah; pasando junto a ésta se detuvo, unos metros más lejos, en la esquina oriental, donde besó con reverencia la Piedra Negra. Desde allí comenzó el ritual de las circunvalaciones, volviendo a pasar por delante de la puerta hasta la esquina iraquí, por el Hichr hasta la esquina occidental –la esquina Siria- y desde allí hasta la esquina Yemení, que da hacia el sur.

Los hijos de Abraham, los linajes de Ismael e Isaac por igual, circunvalan sus santuarios con un movimiento contrario al del sol. Mientras caminaba desde la esquina Yemení hacia la Piedra Negra podía ver la oscura ladera de Abu Qubays y, más allá, las más lejanas colinas orientales, que se recortaban de forma nítida contra la luz amarilla. Dio siete veces la vuelta; la luz se iba apreciando cada vez más brillante, ya que los amaneceres y los crepúsculos son breves en Arabia. Habiéndose cumplido el rito, se dirigió desde la Piedra Negra hacia la puerta y, asiendo el anillo metálico que colgaba de la cerradura, pronunció la plegaria que se le había ordenado recitar. Hubo un sonido de alas y un ave se posó en la arena detrás de él. Luego se posó otra, y cuando terminó su súplica se dio la vuelta y las vio, contoneándose con sus andares de cuervo, yendo hacia dos rocas esculturales que estaban a unas cien yardas, casi enfrente de la puerta. Habían sido adoptadas como ídolos, y en el espacio entre ellos el Quraysh sacrificaba a sus víctimas. Al igual que los cuervos, Abd al-Muttalib sabía bien que en ese lugar había siempre sangre en la tierra. También había excrementos; y, al acercarse, vio que también había un hormiguero. Se fue a su casa y cogió dos picos, uno de ellos para su hijo Harith, a quien se llevó consigo al lugar donde sabía que tenía que cavar. Los sordos golpes de las herramientas en la tierra y el espectáculo poco habitual el patio podía verse desde todas partes pronto atrajeron a multitud de personas.

A pesar del respeto que sentían por Abd al-Muttalib, no pasó mucho tiempo sin que algunos protestaran, ya que era un sacrilegio excavar en el lugar de los sacrificios entre los dos ídolos; así pues, le dijeron que se detuviera. Él les contestó que no lo haría, y a Harith le dijo que permaneciera a su lado y que procurara que nadie se interfiriese en su tarea. Fue un momento de tensión y el desenlace pudo haber sido desagradable. Pero los dos hashimíes estaban decididos y unidos, mientras que los espectadores habían sido cogidos por sorpresa. Tampoco estos ídolos, Isaf y Nailah, disfrutaban de un rango elevado entre los ídolos de la Meca, y algunos incluso decían que se trataba de un hombre y una mujer yurhumi’es que habían sido convertidos en piedra por profanar la Kaabah. Así pues, Abd al-Muttalib prosiguió cavando sin que realmente nadie hiciese nada por detenerlo; y, ya se estaban marchando algunas personas del santuario, cuando, de repente, golpeó la piedra que cubría la fuente y profirió un grito de gracias a Dios. La multitud se reagrupó y aumentó, y cuando comenzó a sacar a la luz el tesoro que Yurhum había enterrado allí todos exigieron una parte de él. Abd al-Muttalib se mostró de acuerdo en que cada objeto se echase a suertes para saber si se dejaría en el santuario, si sería para él personalmente o si se dividiese entre la tribu.

Éste se había convertido en el modo reconocido de decidir un asunto dudoso, y se hacía mediante flechas adivinatorias en el interior de la Kaabah, delante de Hubal, el ídolo moabí. En este caso, parte del tesoro fue a parar a la Kaabah y parte a Abd al-Muttalib, pero al Quraysh no le tocó nada. Se acordó también que el clan de Hashim se encargaría del Zamzam pues, en cualquier caso, suya era la función de suministrar agua a los peregrinos.

Capítulo 5. El Voto de Sacrificar un Hijo

Abd al-Muttalib era respetado por el Quraysh por su generosidad, su veracidad y su sabiduría. Era también un hombre de buena presencia, con un aspecto que imponía. Otra razón por la que debía considerarse afortunado era su riqueza. Ahora todo esto se veía coronado por el honor de ser el instrumento elegido a través del cual Zamzam había sido recuperado. Estaba profundamente agradecido a Dios por estas bendiciones, sin embargo su alma aún estaba perturbada por pensamientos del momento en él que le habían dicho que dejase de cavar, cuando todo pareció pender de un hilo. Todo había salido bien, ¡alabado sea Dios!, pero nunca antes había sentido tan intensamente su pobreza -así le parecía a él- al tener un solo hijo. Su primo Umayyah, por ejemplo, cabeza del clan Abdu Shams, había sido bendecido con muchos hijos; y si el que cavaba hubiese sido Mugirah, el jefe de los Majzum, sus hijos podrían haber formado un círculo amplio y fuerte alrededor de él. Pero él, aunque tenía más de una esposa, sólo tenía un hijo para apoyarle. Ya estaba medio resignado a ello; aun así, Dios, que le había dado Zamzam, podría también acrecentarlo en otros aspectos; y, estimulado por el favor que acababa de recibir, pidió á Dios que le concediese más hijos, añadiendo a su plegaria el voto de que si lo bendecía con diez hijos y permitía que todos ellos alcanzaran la edad viril le sacrificaría uno de ellos en la Kaabah.

Su plegaria tuvo respuesta: Los años pasaron y le nacieron nueve hijos. Cuando hizo su voto, parecía que se refería a una posibilidad muy remota. Pero llegó el tiempo en que todos sus hijos fueron adultos excepto el más joven, Abdallah, y su voto comenzó a dominar sus pensamientos. Estaba orgulloso de todos sus hijos, aun no habiendo sentido nunca el mismo afecto por todos, y desde hacía mucho tiempo era obvio que al que más amaba era a Abdallah. Quizás Dios también prefería a este mismo hijo, al cual había dotado de singular belleza, y quizás Él lo elegiría para ser sacrificado. Como quiera que fuese, Abd al-Muttalib era un hombre de palabra. El pensamiento de romper un juramento no se le pasó por la cabeza. Era también un hombre de justicia, con un profundo sentido de la responsabilidad, lo que significaba que sabía qué responsabilidades había que evitar. Él no iba a cargar con el peso de decidir cuál de sus hijos habría de ser sacrificado; de modo que cuando ya no fue posible considerar por más tiempo a Abdallah como un muchacho imberbe, reunió a sus diez hijos, les contó el pacto que había hecho con Dios y les pidió que le ayudasen a cumplir su palabra. No tenían más elección que la de asentir; el voto de su padre era el de ellos, así pues le preguntaron qué tenían que hacer. Él les dijo entonces que cada uno hiciese su marca en una flecha.

Mientras tanto, había hecho avisar al adivino oficial de flechas del Quraysh para que acudiera a la Kaabah. Llevó luego a sus hijos al Santuario y los condujo a la Casa Sagrada, donde le habló al adivino acerca de su voto. Cada hijo presentó su flecha. Abd al-Muttalib, sacó un gran cuchillo que había llevado consigo y rogó a Dios. Se echaron suertes, y salió la flecha de Abdallah. Su padre lo cogió de la mano y, con el cuchillo en la otra, se dirigió hacia la puerta con la intención de ir sin más demora al lugar de los sacrificios, como si temiera darse tiempo para pensar. Pero Abd al-Muttalib no había contado con las mujeres de su casa ni con Fatimah, la madre de Abdallah. Sus restantes esposas procedían de tribus lejanas y tenían una influencia relativamente pequeña en la Meca. Fátima, al contrario, era una mujer del Quraysh, del poderoso clan de Majzum y, al mismo tiempo, por parte de madre descendía de Abd, uno de los hijos de Qusayy.

Toda la familia estaba a mano, al alcance, dispuesta a ayudarla si fuera necesario. Tres de los diez hijos eran suyos: Zubayr, Abu Talib y Abdallah. También era madre de cinco hijas de Abd al-Muttalib, que querían con devoción a sus hermanos. Estas mujeres no habían permanecido ociosas, y, sin duda, las otras esposas habían buscado la ayuda de Fátima a la vista del peligro que pendía sobre las cabezas de los diez hijos, uno de los cuales poseía la flecha del sacrificio. Para cuando se hubo echado a suertes, una gran concurrencia se había reunido en el patio del Santuario. Cuando Abd al- Muttalib y Abdallah aparecieron en el umbral de la Kaabah, ambos tan pálidos como la muerte, se levantó un murmullo entre los majzumíes, pues comprendieron que la supuesta víctima era uno de los hijos de su hermana. «¿Para qué ese cuchillo?» gritó una voz, y otras repitieron la pregunta, aunque todos sabían cuál era la respuesta. Abd al-Muttalib comenzó a contarles su voto, pero fue interrumpido por Mugirah, el jefe del Majzum: «No lo sacrificarás; sino que en su lugar ofrecerás un sacrificio, y, aunque su rescate fuese todas las propiedades de los hijos de Majzum, lo redimiremos. » Para aquel entonces los hermanos de Abdallah habían salido de la Casa Sagrada. Ninguno de ellos había hablado, pero ahora se volvieron hacía su padre y le rogaron que dejase vivo a su hermano y que ofreciese cualquier otro sacrificio como expiación. Ninguno entre los presentes se abstuvo de intervenir.

Abd al-Muttalib anhelaba que le convenciesen aunque, por otra parte, estaba lleno de escrúpulos. Finalmente, sin embargo, accedió a consultar a cierta mujer sabia de Yathrib que podía decirle si en este caso era posible una expiación y, de serlo, cómo habría de hacerse. Llevando consigo a Abdallah y a uno o dos hijos más, Abd al-Muttalib se encaminó a su país natal, donde se enteró de que la mujer se había ido a Jaybar, una rica colonia judía en un fértil valle a casi cien millas al norte de Yathrib. En consecuencia, continuó su viaje, y cuando encontraron a la mujer y le contaron los hechos ella prometió consultar a su espíritu familiar y les ordenó que volviesen al día siguiente. Abd al- Muttalib rogó a Dios. A la mañana siguiente la mujer dijo: «Me ha venido un mensaje. Cuál es la reparación de sangre entre vosotros?» Le contestaron que era de diez camellos. «Volved a vuestro país», dijo ella, «y poned a vuestro hombre con diez camellos al lado y echad suertes entre ellos. Si la flecha cae contra vuestro hombre, añadid más camellos y echad suertes de nuevo; si fuera necesario, añadid más camellos, hasta que vuestro Señor los acepte y la flecha caiga contra ellos.

Luego, sacrificad los camellos y dejad vivir al hombre.» Volvieron a la Meca sin dilación y condujeron solemnemente a Abdallah, junto con diez camellos, al patio de la Kaabah. Abd al-Muttalib entró en la Casa Sagrada y pidió a Dios que aceptase lo que estaban haciendo. Luego, echaron suertes, y la flecha cayó contra Abdallah. Se añadieron otros diez camellos, pero de nuevo las flechas dijeron que los camellos debían vivir y el hombre morir. Siguieron añadiendo camellos; diez cada vez, y echando suertes con el mismo resultado, hasta que el número de camellos alcanzó la centena. Sólo entonces la flecha cayó contra ellos. Pero Abd al-Muttalib era sumamente escrupuloso; la evidencia de una flecha no era para él suficiente para decidir un asunto de tal envergadura. Insistió en que debían echar suertes una segunda y una tercera vez, lo cual hicieron, y en cada ocasión la flecha cayó contra los camellos. Al final tuvo la certeza de que Dios había aceptado su expiación, y los camellos fueron debidamente sacrificados.

Capítulo 6. La necesidad de un Profeta

Abd al-Muttalib no oraba a Hubal. Siempre oró a Allah. Pero el ídolo moabí había estado durante generaciones en el interior de la Casa de Dios y para el Quraysh se había convertido en una especie de personificación de la barakah, es decir, la bendición, la influencia espiritual, que impregnaba al mayor de todos los Santuarios. Había por toda Arabia otros santuarios menores y, de éstos, los más importantes del Hiyaz eran los templos de las «tres hijas de Dios», como las llamaban algunos de sus adoradores: Al-Lat, al-Uzzah y Manat. Desde muy pequeño, al igual que el resto de los árabes de Yathrib, Abd al-Muttalib había sido educado en la adoración de Manat, cuyo templo se encontraba en Qudayd, junto al Mar Rojo, casi en línea recta al oeste del oasis. Más importante para el Quraysh era el santuario de al-Uzzah en el valle de Najlah, a una jornada a camello al sur de la Meca. Otra jornada de viaje en la misma dirección llevaba al devoto a Taif, una ciudad amurallada que se levantaba en una exuberante meseta verde y que estaba habitada por Thaqif, una rama de la gran tribu árabe de Hawazin.

Al-Lat era la «dama de Taif», y su ídolo se albergaba en un rico templo. Como guardianes de éste, a los Thaqif les gustaba considerarse el equivalente del Quraysh, y entre los qurayshíes llegó a ser normal hablar de «las dos ciudades» al referirse a la Meca y Taif. A pesar del clima maravilloso y de la fertilidad del «Jardín del Hiyaz», como Taif era llamada, sus gentes no estaban exentas de celos del árido valle ubicado hacia el norte, ya que eran plenamente conscientes de que, por mucho que pudieran fomentar su templo, nunca podría compararse éste con la Casa de Dios. Tampoco es que desearan que fuese de otra manera ellos también descendían de Ismael y tenían raíces en la Meca; pero sus sentimientos hacia ella eran contradictorios. El Quraysh, por otra parte, no tenía envidia de nadie. Sabían que vivían en el centro del mundo y que en medio de ellos tenían un imán capaz de atraer peregrinos desde los cuatro puntos cardinales.

Era asunto suyo el no hacer nada que pudiera socavar las buenas relaciones que se habían establecido entre ellos y las tribus distantes. El cargo de Abd al-Muttalib como anfitrión de los peregrinos de la Kaabah le hizo profundamente consciente de estas cosas. Su función, intertribal, era compartida en cierto modo por todo el Quraysh. Había que hacer sentir a los peregrinos que estaban en su casa, y el darles la bienvenida significaba dar la bienvenida a los dioses que adoraban y no dejar de honrar nunca a los ídolos que traían consigo. La justificación y la autoridad para aceptar a los ídolos y creer en su eficacia era la de la tradición: sus padres y sus abuelos y sus bisabuelos habían obrado así. Sin embargo, para Abd al-Muttalib, Dios era la gran realidad, por lo cual, sin duda, se hallaba más cerca de la religión de Abraham que la mayoría de sus contemporáneos del Quraysh y Hawazin, de Juzaah y otras tribus árabes. Había y siempre había habido unos pocos que conservaban la adoración abrahámica en toda su pureza. Sólo ellos comprendían que, lejos de ser algo tradicional, la idolatría era una innovación, un peligro del que había que guardarse. Solamente se necesitaba tener una visión histórica un poco amplia para ver que Hubal no era mejor que el becerro de oro de los hijos de Israel. Estos «hunafa»,1 como a sí mismos se llamaban, no querían tener nada que ver con los ídolos, cuya presencia en la Meca la consideraban una profanación y una corrupción. Su rechazo a comprometerse y su frecuente forma de hablar sin pelos en la lengua les relegó al margen de la sociedad mequí, donde eran respetados, tolerados o maltratados, en parte según sus personalidades y, en parte, según sus clanes estuvieran o no dispuestos a protegerlos.

Abd al-Muttalib conoció a cuatro hunafa. Uno de los más respetados de ellos, de nombre Waraqah, era el hijo de su primo segundo Naw-fal, 2 del clan de Asad. Waraqah se había hecho cristiano, y entre los cristianos de aquellos lugares existía la creencia de que era inminente la llegada de un Profeta. Esta creencia quizá no estaba muy difundida, pero la mantenían uno o dos venerables dignatarios de las iglesias orientales y también los astrólogos y los adivinos. En cuanto a los judíos, para quienes semejante creencia era más fácil, ya que para ellos la línea de profetas solamente terminaba con el Mesías, se mostraban casi unánimes en su expectativa de un profeta. Sus rabinos y otros hombres sabios les aseguraban que estaba a punto de aparecer uno; ya se habían cumplido muchas de las señales vaticinadas de su advenimiento y sería, sin duda alguna, un judío, porque ellos eran el pueblo elegido.

Los cristianos, entre ellos Waraqah, tenían sus dudas sobre esto; noencontraban la razón de que no pudiera ser un árabe. Los árabes tenían incluso mayor necesidad de un profeta que los judíos, ya que éstos, al menos, seguían la religión de Abraham pues adoraban al Dios Uno y no tenían ídolos y, por otra parte, ¿quién sino un profeta podría conseguir que los árabes se desembarazaran de la adoración de los dioses falsos? En un extenso círculo alrededor de la Kaabah, a cierta distancia de ella, había 360 ídolos y, además, casi todas las casas de la Meca tenían su dios, un ídolo grande o pequeño que era el centro del hogar. Cuando un hombre marchaba de casa, especialmente si salía de viaje, lo último que hacía antes de partir era ir ante el ídolo y pasarle la mano para obtener bendiciones de él, y eso mismo era lo primero que hacía al regreso. Y la Meca no era excepción en cuanto a estas cosas, porque estas prácticas imperaban en toda Arabia.

Ciertamente, existían algunas comunidades cristianas árabes bien arraigadas en el Sur, en Nachran y en el Yemen, así como en el norte cerca de la frontera con Siria; pero la última intervención de Dios, que había transformado el Mediterráneo y extensas áreas de Europa, en casi seiscientos años no había producido prácticamente ningún impacto en la sociedad pagana que se centraba en el santuario mequí. Los árabes de Hiyaz y de la gran llanura de Nach al oeste parecían impermeables al mensaje del Evangelio. No es que el Quraysh y las otras tribus paganas fuesen hostiles al cristianismo. Los cristianos, a veces, venían a honrar el Santuario de Abraham y eran recibidos como los otros creyentes. Además, a un cristiano le habían permitido e incluso lo habían animado a pintar una imagen de la virgen María y del niño Jesús en un muro interior de la Kaabah, donde contrastaba marcadamente con las restantes pinturas.

Pero el Quraysh era, por lo general, insensible a este contraste: para ellos se trataba simplemente de aumentar la multitud de ídolos mediante otros dos; y era en parte su tolerancia lo que los hacía tan impenetrables. A diferencia de la mayoría de los de su tribu, Waraqah sabía leer y había estudiado las escrituras y teología. En consecuencia, era capaz de ver que en una de las promesas de Cristo, generalmente interpretada por los cristianos como referente al milagro de Pentecostés, había sin embargo ciertos elementos que no cuadraban con ese milagro y que debían tomarse como referentes a otra cosa, algo que todavía no se había cumplido. Aun así, el lenguaje era críptico: cuál era el sentido de las palabras: Él no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyera y os comunicará las cosas venideras. (San Juan, 16:13). Waraqah tenía una hermana llamada Qutaylah, con la que guardaba una relación muy íntima. A menudo le hablaba de estas cosas, y sus palabras habían causado tanta impresión en ella que con frecuencia le venían a la mente pensamientos sobre el Profeta esperado. ¿Sería posible que él ya estuviera entre ellos? Una vez que el sacrificio de los camellos hubo sido aceptado, Abd al-Muttalib se decidió a buscar una esposa para su hijo indultado. Después de algunas consideraciones, la elección recayó en Aminah, la hija de Wahb, un nieto de Zuhrah, el hermano de Qusayy. Wahb había sido jefe de Zuhrah, pero había muerto unos años antes y ahora Aminah estaba bajo la tutela de su hermano Wuhayb, sucesor de su padre como jefe de clan. El mismo Wuhayb tenía también una hija casadera, Halah. Abd al-Muttalib, después de arreglar el matrimonio de su hijo con Aminah, pidió que Halah le fuese concedida a él en matrimonio. Wuhayb aceptó, y se hicieron todos los preparativos para que la doble boda tuviese lugar al mismo tiempo. El día señalado, Abd al-Muttalib tomó a su hijo de la mano y salieron juntos en dirección a las casas de los Bani Zuhrah.3 Por el camino tenían que pasar por las de los Bani Asad, y sucedió entonces que Qutaylah, la hermana de Waraqah, se encontraba en la entrada de su casa, quizás con la intención de observar lo que pudiera verse, ya que todos en la Meca estaban enterados de la gran boda que estaba a punto de celebrarse. Abd al-Muttalib tenía por aquel entonces más de setenta años, pero para su edad se conservaba todavía notablemente joven en todos los aspectos: y era sin duda una visión impresionante ver a los dos novios aproximarse lentamente con su gracia natural realzada por la solemnidad de la ocasión. Cuando se acercaron, los ojos de Qutaylah sólo fueron para el hombre más joven. Abdallah era, por belleza, el José de su tiempo. Ni tan siquiera los más ancianos Quraysh recordaban haber visto un hombre semejante. Se encontraba ahora, con sus veinticinco años, en la flor de la juventud.

Qutaylah quedó impresionada sobre todo como lo había estado en otras ocasiones, pero nunca tanto como ahora por el resplandor que iluminaba su rostro y que a ella le parecía que brillaba desde más allá de este mundo. ¿Sería que Abdallah era el Profeta esperado? ¿O estaba destinado a ser el padre del Profeta? Acababan de pasar junto a ella y, vencida por un impulso repentino, dijo: «¡Oh, Abdallah!». Su padre lo soltó de la mano, como indicándole que habla- se a su prima. Abdallah se volvió hacia ella, y ella le preguntó a dónde iba. «Con mi padre», dijo él escuetamente, no sin reticencia, ya que estaba seguro de que ella tenía que saber que se dirigía a su boda. «Tómame aquí y ahora como tu esposa», dijo ella, «y tendrás tantos camellos como cuantos se sacrificaron en tu lugar.» «Estoy con mi padre», respondió él. «No puedo actuar contra sus deseos, y no puedo dejarlo.» (1.1.100). Los matrimonios tuvieron lugar según lo establecido, y durante unos días las dos parejas permanecieron en la casa de Wuhayb. Durante ese tiempo, Abdallah fue a traer alguna cosa de su casa y de nuevo se encontró con Qutaylah, la hermana de Waraqah. Los ojos de la joven escudriñaron su cara con tal afán que él se detuvo junto a ella, esperando que hablase. Como permaneciera callada, le preguntó por qué no le decía lo que le había dicho el día anterior. Ella le respondió, diciendo: «La luz que ayer estaba contigo te ha abandonado. Hoy no podrías satisfacer la necesidad que tenía de ti.» (1.1.101). El año del matrimonio fue el 569 de la era cristiana. El siguiente a éste, conocido como el Año del Elefante, fue trascendental por más de un motivo.

Capítulo 7. El año del elefante

En aquel tiempo el Yemen se encontraba bajo el gobierno de Abisiy el virrey era un abisinio llamado Abrahah. En Saná levantó una catedral magnífica con la esperanza de que reemplazara a la Meca como el gran lugar de peregrinación para toda Arabia. Para su construcción hizo traer mármol de uno de los palacios abandonados de la Reina de Saba, colocó cruces de oro y plata y púlpitos de marfil y ébano, y escribió a su señor, el Negus: «He construido una iglesia para ti, oh Rey, como jamás antes fue erigida otra para ningún rey, y no descansaré hasta que haya desviado hacia ella la peregrinación de los árabes.» Tampoco hizo de su intención un secreto, lo cual provocó gran ira entre las tribus de Hiyaz y Nachd. Finalmente, un hombre de Kinanah, una tribu relacionada con el Quraysh, fue a Saná con el propósito deliberado de profanar la iglesia, lo que hizo una noche, volviéndose luego sin novedad con su gente. Cuando Abrahah se enteró, juró que como venganza arrasaría la Kaabah. Después de hechos los preparativos, se puso en marcha hacia la Meca con un gran ejército en cuya vanguardia colocó a un elefante. Algunas tribus árabes del norte de Saná intentaron impedir su avance, pero los abisinios los pusieron en fuga y se apoderaron de su jefe, Nufayl, de la tribu de Jatham. Como rescate por su vida se ofreció a actuar como guía. Cuando el ejército alcanzó Taif, los hombres de Thaqif salieron a recibirlos, temerosos de que Abrahah pudiera destruir su templo de al-Lat confundiéndolo con la Kaabah. Se apresuraron a señalarle que todavía no había llegado a su meta y le ofrecieron un guía para lo que restaba de marcha. Aunque ya contaba con Nufayl, aceptó su oferta, pero el hombre murió durante el camino, a unas dos millas de la Meca, en un lugar llamado Mugammis, y allí lo enterraron. Más adelante a los árabes les dio por lapidar su tumba, y todavía hoy las gentes que allí viven le siguen arrojando piedras.

Abraha se detuvo en Mugammis y envió un destacamento de jinetes a las afueras de la Meca. Durante el camino se apoderaron de cuanto pudieron y enviaron el botín a Abrahah, que incluía doscientos camellos propiedad de Abd al-Muttalib. El Quraysh y otras tribus vecinas celebraron un consejo de guerra y decidieron que era inútil intentar oponer resistencia al enemigo. Mientras tanto, Abrahah envió un mensajero a la Meca con la orden de preguntar por el principal hombre de allí. Tenía que decirle que no habían venido a combatir sino sólo a destruir el templo, y si deseaba evitar cualquier derramamiento de sangre tendría que acudir al campamento de los abisinios. El Quraysh no había contado con un jefe oficial desde la época en que se habían dividido sus privilegios y responsabilidades entre las casas de Abd ad-Dar y Abdu Manaf. Pero la mayoría de la gente tenía su opinión acerca de cuál de los jefes de los clanes era de hecho, si no de derecho, el hombre más destacado de la Meca. En esta ocasión dirigieron al mensajero a la casa de Abd al-Muttalib quien, junto con uno de sus hijos, se volvió con el emisario hacia el campamento. Cuando Abrahah lo vio quedó tan impresionado por su aspecto que se levantó de su asiento real para saludarlo, luego se sentó junto a él en la alfombra y le dijo al intérprete que le preguntase si quería pedir algún favor.

Abd al-Muttalib respondió que el ejército se había apropiado de doscientos de sus camellos y pidió que le fuesen devueltos. Abrahah quedó un tanto sorprendido por esta petición y dijo que le había decepcionado que pensase en sus camellos antes que en su religión, la cual habían venido a destruir. Abd al-Muttalib respondió: «Yo soy el señor de los camellos, y el templo igualmente tiene un señor que lo defenderá.» «No puede defenderlo contra mí», dijo Abrahah. «Veremos», respondió Abd al-Muttalib. «Pero dadme mis camellos.» Y Abrahah dio órdenes para que se los devolvieran. Abd al-Muttalib se volvió al Quraysh y les aconsejó que se retirasen a las colinas que dominaban la ciudad. Luego, él se fue con algunos miembros de la familia y otra gente al Santuario. Se pusieron a su lado, pidiendo a Dios para que los ayudase contra Abrahah y su ejército, y él agarró el anillo metálico colocado en el centro de la puerta de la Kaabah y dijo: «¡Oh, Dios! ¡Vuestro esclavo protegió su casa, proteged Vos Vuestra Casa!» Después de haber orado de esta manera se fue con los otros a unirse al resto de Quraysh en las colinas, en puntos desde donde podían ver lo que sucedía abajo en el valle. A la mañana siguiente, Abrahah se dispuso a entrar en la ciudad con la intención de destruir la Kaabah y luego volverse a Saná por el mismo camino por donde habían venido. El elefante, ricamente enjaezado, fue conducido al frente del ejército, que ya estaba ordenado para el combate; cuando el poderoso animal llegó a su posición, su guardián Unays lo puso en la misma dirección hacia donde estaba dispuesta la tropa, es decir, hacia la Meca. Pero Nufayl, el guía forzoso, había marchado durante la mayor parte del camino en la vanguardia del ejército con Unays y de éste había aprendido algunas de las palabras de mando que comprendía el elefante; y mientras la cabeza de Unays se volvió para observar la señal de avance, Nufayl agarró la gran oreja del elefante y le transmitió con voz apagada pero enérgica la orden de arrodillarse. Acto seguido, para sorpresa y consternación de Abrahah y el ejército, el elefante, lenta y pausadamente, se arrodilló sobre el suelo.

Unays le ordenó levantarse, pero la palabra de Nufayl había coincidido con una orden más imperiosa que la de cualquier hombre, y el elefante no quiso moverse. Hicieron cuanto pudieron para que se incorporara; incluso le golpearon en la cabeza con barras de hierro y le pincharon en el vientre con ganchos de hierro, pero él permaneció como una roca. Entonces intentaron la estratagema de hacer que todo el ejército diese la vuelta y marchase algunos pasos en dirección al Yemen. El elefante se levantó de inmediato, se dio la vuelta y los siguió. Esperanzados, volvieron a dar la vuelta, y el elefante también la dio, pero tan pronto como estuvo mirando hacia la Meca se arrodilló de nuevo. Era el más claro de los portentos que no diese ni un sólo paso más adelante, pero Abrahah estaba cegado por su ambición personal hacia el santuario que había construido y por su determinación de destruir a su gran rival. Si entonces se hubiesen dado la vuelta, quizá habrían escapado todos del desastre. Pero, de improviso, fue demasiado tarde: por occidente el cielo se ennegreció y se escuchó un extraño sonido, su volumen aumentó a medida que una gran ola de oscuridad procedente de la dirección del mar los envolvía, y el cielo sobre sus cabezas, hasta donde alcanzaba la vista, se llenó de aves. Los sobrevivientes dijeron que volaban de forma parecida a los vencejos, y que cada ave llevaba tres guijarros del tamaño de guisantes secos, uno en el pico y otro entre las garras de cada pata. Se lanzaron de aquí para allá sobre las filas, arrojando a la vez los guijarros, y éstos eran tan duros y caían con tanta velocidad que perforaban incluso las cotas de malla. Cada piedra dio en su blanco y mató a su hombre, porque en cuanto el cuerpo recibía el golpe sus carnes comenzaban a pudrirse rápidamente, en algunos casos, y con mayor lentitud en otros.

No hubo ningún herido, y entre los que vieron su vida perdonada se contaron Unays y el elefante; Pero todos fueron presas del terror. Unos pocos se quedaron en el Hiyaz y se ganaron la vida con el pastoreo o con otros trabajos. Pero la mayoría del ejército volvió en desorden a Saná. Muchos murieron por el camino y muchos otros, incluido Abrahah, fallecieron poco después de regresar. En cuanto a Nufayl, había abandonado subrepticiamente el ejército cuando el elefante se convirtió en el centro de la atención de todos, alcanzando sin contratiempos las colinas que dominan la Meca. Después de ese día el Quraysh fue llamado por los árabes «el pueblo de Dios», y se les tuvo en un respeto aún mayor que antes, porque Dios había respondido a sus plegarias y salvado a la Kaabah de la destrucción. Todavía hoy se les honra, pero más bien a causa de un segundo acontecimiento –sin duda desconectado del primero que tuvo lugar en el mismo año del elefante. Abdallah, el hijo de Abd al-Muttalib, no se encontraba en la Meca cuando sucedió el milagro de las aves. Se había ido para comerciar a Palestina y Siria con una de las caravanas; de regreso al hogar se había alojado con la familia de su abuela en Yathrib, y allí había enfermado. La caravana prosiguió sin él hacia la Meca; cuando Abd al-Muttalib se enteró envió a Harith para que acompañase a su hermano en su retorno tan pronto estuviese suficientemente bien para viajar.

Sin embargo, cuando Harith llegó a la casa de sus primos sus saludos encontraron respuestas de condolencia, y al instante comprendió que su hermano había fallecido. Grande fue la aflicción en la Meca cuando Harith volvió. El único consuelo de Aminah era el hijo que estaba esperando de su marido ahora fallecido, y su alivio fue mayor a medida que se fue acercando el momento del parto. Era consciente de una luz en su interior, y un día brilló desde ella con tan gran resplandor que pudo ver los castillos de Bostra en Siria. Y oyó una voz que le decía: «En tu seno llevas al señor de este pueblo, y cuando nazca di: Lo pongo bajo la protección del Uno, contra el mal de los que envidian. Luego, ponle por nombre Muhammad.» (1.1.102). Unas semanas más tarde nació el niño. Aminah se encontraba en casa de su tío y envió un mensaje a Abd al-Muttalib pidiéndole que fuese a ver a su nieto. Abd al-Muttalib tomó al pequeño en sus brazos y lo llevó al Santuario y al interior de la Casa Sagrada, donde pronunció una plegaria de agradecimiento a Dios por el don recibido. Luego lo llevó de nuevo con su madre, y de camino se lo mostró a los miembros de su propia casa. Él mismo habría de tener poco después otro hijo de Halah, la prima de Aminah. En aquel momento su hijo más pequeño era Abbas, de tres años, que lo recibió a la puerta de su casa. «Éste es tu hermano; bésalo», dijo, presentándole al recién nacido, y Abbas lo besó.

Extraído de la Revista Az-Zaqalain N. 22

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