Por: Ricardo H. S. Elía
Decadencia y renacimiento de la sociedad islámica (siglos XVII-XIX)
«En verdad, es un crimen doloroso que comete contra la religión el hombre que se imagina que la defensa del Islam pasa por el rechazo de las ciencias matemáticas, pues no hay nada en la verdad revelada que se oponga a estas ciencias, ya sea por la negación o por la afirmación, como nada hay en estas ciencias que se oponga a la verdad de la religión» (Al-Munquid min adalal, “Preservativo contra el error”).
Al-Gazalí
«Con gran intuición Yamaluddín al-Afganí replicaría a Renan, como luego lo haría Asín Palacios, que la religión islámica no es un enemigo irreconciliable de la razón, al contrario, el humanismo del que tanta gala hacía la cultura francesa, había sido el auténtico sentido del Islam» (“Historia del pensamiento en el mundo islámico”).
Miguel Cruz Hernández (Málaga, 1920).
«Una tradición no está viva y no transmite vida sino a condición de que sea un perpetuo renacimiento».
Henry Corbin (1903-1978),
islamólogo francés, especialista en sufismo y shiísmo.
En la floreciente civilización islámica de los primeros ocho siglos de la Hégira, la religión no fue un factor de inmovilismo, sino todo lo contrario. Actuó como motor de arranque, estimulando la búsqueda del saber y la superación humana en todos los sentidos, integrando y no segregando, sumando y no restando, pues el Islam es para todos y no para algunos privilegiados. En el Sagrado Corán la mayoría de los mensajes están dirigidos a toda la humanidad y la palabra «Gentes» está citada 240 veces. De ninguna manera los musulmanes constituyen «un pueblo elegido» o «una casta». Dice la tradición del Profeta Muhammad: «Todos los hombres son iguales como los dientes del peine»... «y los mejores son los más piadosos».
Las sucesivas invasiones mongolas, que lograron arrasar el territorio islámico desde la India hasta el norte de Palestina, cegando decenas de miles de vidas y un acervo cultural irrecuperable, dejó al Oriente musulmán impotente de auxiliar a la España islámica que debió enfrentar cruzadas cada vez más devastadoras a partir del siglo XIV que lograrían la desaparición de la civilización andalusí.
Sin embargo, la causa de la decadencia de la civilización islámica no se debió a la pérdida de soberanía política sino más bien a cuestiones internas. Desde fines del siglo XII, ciertos teólogos y juristas como Taqiuddín Ahmad Ibn Taimiyya (1263-1338), —nacido en Harrán (hoy Turquía) y que vivió principalmente en Damasco—, aprovechando las lógicas contradicciones sociales y desestabilizaciones institucionales producidas por las múltiples y feroces incursiones de cruzados y mongoles, cerraron las puertas a la investigación y el desarrollo, y al derecho del iytihad (“el esfuerzo categórico para transformar y adaptar la jurisprudencia islámica al devenir de los tiempos”), una postura absolutamente arbitraria y contraria al Sagrado Corán y la Tradición (Sunna) del Profeta.
De esta manera, prácticamente, fueron cohartados y desestimados los estudios artísticos, científicos y filosóficos. Y así, en muy poco tiempo, los Ÿabir Ibn Hayyán, los al-Kindí, los al-Farabí, los Mas’udí, los Avicena, los Ibn Hazm, los Averroes y tantos otros, desaparecieron del horizonte del Islam.
Además, estos personeros de la ignorancia y la cerrazón cometieron una falta mucho más grave al tratar de argumentar sus juicios y disquisiciones con interpretaciones coránicas antojadizas. Como lo señala un sociólogo visionario como Ibn Jaldún, al referirse a los que tergiversan la historia: «...no intentan descubrir los errores en que puedan caer, ya sea por inadvertencia o ya intencionalmente; no procuran guardar el justo medio en el relato, ni someterlo a un análisis crítico; todo lo contrario, sueltan la brida a sus lenguas, dejándolas libres en el campo de la mentira: “Se toman las aleyas de Dios frívolamente, a fin de extraviar a los hombres de la senda de la verdad” (Corán, Sura XXXI,, vers. 6) y es, lamentablemente, una operación desventajosa» (Ibn Jaldún: Al-Muqaddimah, O. cit., p. 103).
La Comunidad (Ummah) musulmana recibió un golpe muy severo que produciría un estancamiento espiritual e intelectual que tendría una duración de casi seis siglos. Este salto cualitativo fue definido también por Ibn Jaldún, que decía en otro contexto: «Cuando hay un cambio general de las condiciones, es como si toda la creación hubiese cambiado y se hubiese modificado el mundo entero».
Como si todo esto fuera poco, los turcos otomanos, que se constituyeron a partir del siglo XV en el principal centro de poder del Islam, a pesar de contar en abundancia con los medios necesarios para encarar un renacimiento científico y cultural, cultivaron el proceso de anquilosamiento, quietismo y apatía fomentado desde los ámbitos rigoristas ortodoxos.
«Si el Islam en su mejor época alzó a la sociedad árabe a una nueva altura de progreso humano, en la peor alcanzó un punto de estancamiento muy bajo. El apego al pasado y el aislamiento del Occidente cristiano influyeron notablemente en el avance de la cultura islámica. El concepto de progreso fue reemplazado por el de autocomplacencia que se hacía aun más peligroso por un sentimiento exagerado de superioridad. La medida de las realizaciones estaba en proporción inversa a este sentimiento de superioridad... Todo esto sucedía mientras... Occidente se había embarcado en un nuevo viaje para descubrir verdades nuevas y lozanas, para encontrar explicaciones racionales de los hechos sociales y los fenómenos físicos... Se había dado cuenta de que en la ciencia el secreto del conocimiento inagotable está en la experimentación, y que en los negocios humanos el secreto del progreso radica en el cambio, en cambiar para mejorar» (P.K. Hitti: El Islam, modo de vida, O. Cit., pp. 257-59).
Los otomanos, atrincherados en su sentimiento de superioridad, se interesaron tardíamente por las innovaciones occidentales, aun así tan sólo despertaron su atención ciertos avances militares, como la implementación en los ejércitos europeos de la bayoneta o las tácticas de las formaciones de mosquetería en cuadro del siglo XVIII, que incluso no se atrevieron a adoptar (cfr. Marshall G.S. Hodgson: The Gunpowders Empires and Modern Times, University of Chicago Press, Chicago, 1974; Andrew Wheatcroft: The Ottomans. Dissolving Images, Penguin Books, Londres, 1995, p. 99; Virginia H. Aksan: An Ottoman Statesman in War and Peace. Ahmed Resmi Efendi, 1700-1783, Brill, Leiden, 1995).
Mientras tanto, Europa, que supo usufructuar y llevar a la práctica los preclaros conceptos y descubrimientos de la Edad de Oro del Islam, disponía de los medios políticos, comerciales, materiales y militares que le habían de permitir imponerse en el mundo y colonizar y expoliar a los pueblos musulmanes: «La historia del mundo desde el año 1500 puede concebirse como una carrera entre el poder creciente de Occidente para oprimir al resto del mundo y los esfuerzos cada vez más desesperados de los otros pueblos para rechazar a los occidentales» (William H. McNeill: The Rise of The West, University of Chicago Press, Chicago, 1963; Europe’s Steppe Frontier, 1500-1800, Chicago, 1964; The Pursuit of Power, Oxford, 1983). Véase Hugh Trevor-Roper: La época de la expansión de Europa y el mundo desde 1559 hasta 1660, Labor, Barcelona, 1974.
Es muy sorprendente, por ejemplo, el hecho de que en el Imperio Otomano la imprenta fuera autorizada desde sus comienzos en provecho de las minoritarias Gentes del Libro (judíos, griegos y armenios) y que, en cambio, hubiera que esperar más de doscientos años, hasta 1727, para que pudieran imprimirse obras turcas en caracteres árabes, y esto gracias al ingenio e idoneidad de un transilvano converso al Islam, como Ibrahim Müteferika (1670-1745), diplomático que también logró la alianza otomana-francesa de 1737-1739.
Al contrario de lo que sucedía en las universidades islámicas de los siglos VIII, IX y X, desde Bagdad hasta Córdoba, donde el estudio y la investigación eran un deleite, los estudiantes se aburrían en las aulas de los centros de enseñanza otomanos. La vida del estudiante estaba formada por la «repetición incansable, en la cual no hallaba nada nuevo del principio al fin del año... en el curso de sus estudios escuchaba reiteraciones y charlas que no conmovían su corazón ni despertaban su apetito ni nutrían su mente, que no agregaba nada a lo que sabía» (cfr. Taha Husain: A Passage to France, Leiden, 1976, pp. 1 y 2).
A pesar de todo esto, el poeta inglés John Milton (1608-1674), reconoció la preponderancia del Islam en su época y escribía en el Libro X de su obra cumbre «El paraíso perdido», publicado en 1667:
«...y de allí a Agra y Lahore del Gran Mogol
hasta... el sultán en Bizancio,
nacido en Turquestán».
El «intelectual» del Islam clásico era enciclopedista, generalista, en su aspiración a abarcar el conocimiento del universo y celebrar la unidad fundamental del hombre, emanación de la unidad de Dios.
Irónicamente, desde mediados del siglo XVII, los europeos comenzaron a interesarse por las antiguas glorias del Islam y surgieron multitud de arabistas, islamólogos y orientalistas que estudiaron todo aquello que los propios musulmanes desconocían y formaba parte de su riquísimo patrimonio.
El sheij Muhammad Abdu (1849-1905), ulema egipcio y discípulo de Yamaluddín al-Afganí, a propósito de este fenómeno, pronunció unas palabras que son toda una definición: «Ahí (en Europa) hay Islam sin musulmanes. Aquí (Mundo Islámico) hay musulmanes sin Islam» (Hunaka islamun bila muslimín, ua-huna muslimún bila Islam).
Durante el siglo XIX el colonialismo europeo se había apoderado de casi la totalidad del Dar al-Islam. Los británicos redujeron el Imperio Mogol y los sultanatos musulmanes de la India entre 1757 y 1858; también se adueñaron de Malasia (1841), Afganistán (1879), Egipto (1882) y el Sudán oriental (1898) e influenciaron política y económicamente a Irán a partir de 1864. Los rusos zaristas conquistaron progresivamente los kanatos musulmanes del Asia central, desde el Cáucaso al Turquestán (1760-1876), y los holandeses de Indonesia (1802-1907). Paralelamente, los franceses, se instalaron en Argelia (1830-1847), Tunicia (1881-1882) y el Sudán occidental (1854-1865). Más tarde, los alemanes dominaron Tanzania y Zanzíbar (1885), los italianos conquistaron Libia (1911-1912), y los españoles se afianzaron en Marruecos (1909-1927). Mientras todo eso sucedía, el Imperio Otomano, llamado «el hombre enfermo» por su indeclinable decadencia, colaboraba con los distintos imperialismos tratando indignamente de sobrevivir (cfr. Francis Robinson: El Mundo Islámico. Esplendor de una fe, Folio, Barcelona, 1994, pp. 110-157).
El movimiento panislámico y Yamaluddín al-Afganí
En el sentido más amplio de la palabra, el panislamismo es: el sentimiento de solidaridad que une a todos los musulmanes. Este movimiento surgió a mediados del siglo XIX como réplica a las amenazas y los proyectos de dominación del imperialismo europeo, por una parte, pero también para combatir la decadencia y el quietismo que embargaban al mundo musulmán. Y también en algún sentido está en las antípodas de distintos movimientos seudonacionalistas como el panturquismo, el panturanismo y el panarabismo, que fueron fomentados en su momento por los imperialismo occidentales. Resulta importante destacar que el panislamismo de ninguna manera tiene una connotación imperialista, o segregadora respecto de otras religiones o culturas, sino todo lo contrario, implica volver al espíritu islámico original de integración y convivencia del Dar al-Islam clásico.
Su principal ideólogo y dirigente fue el Seied Yamaluddín Assadabadí al-Afganí, nacido en 1838 en Assadabad, cerca de Hamadán, como su nombre indica (cfr. A. A. Kudsi-Zadeh: Sayyid Jamal al-Din al-Afghani, Brill, Leiden, 1970). Luego de graduarse en los centros teológicos de Qazvín, Teherán y Nayaf (Irak), pasó varios años en Afganistán (1866-1868) peleando contra los británicos, de allí el apodo que lo identifica. En Egipto (1871-1879) conocería intelectuales como el sheij Muhammad Abdu a quienes concientizaría de la necesidad de defender y vitalizar el Islam, restaurarlo y adaptarlo a las exigencias de los tiempos modernos.
Al ser expulsado por el gobierno egipcio por sus actividades revolucionarias entre el campesinado (los fellahín), se refugió en París, donde aprendería a hablar fluídamente el francés y el inglés, y a estudiar de cerca la civilización occidental. Allí también llegaría Muhammad Abdu y junto a su maestro fundarían la sociedad panislámica «La firme empuñadura», al-’Urwat al-wuzqa, título basado en una aleya coránica (Sura 2, Aleya 256, y Sura 31-22) que dieron en 1882 a una revista de efímera vida (dieciocho números en ocho meses). La publicación introducida clandestinamente en la India y Egipto (bajo dominación británica), abonó el terreno para la germinación de una renovada generación de musulmanes anticolonialistas.
Tras la controversia suscitada por la conferencia de Renan (en la Sorbona, el 29 de marzo 1883 sobre L’Islamisme et la Science: cfr. Oeuvres complétes de Ernest Renan, Calmann-Lévy, París, 1955, pp. 944-960), y su polémica con ese escritor cientificista en el Journal des Débats (18-19 de mayo de 1883), escribirá su obra principal: «Refutación de los materialistas» (ar-Radd ala addahiyyín). En 1888 logró volver a El Cairo y murió en Estambul en 1897.
Yamaluddín al-Afganí «consideró que el Occidente era el enemigo y el vencedor del Islam, pero también un modelo digno de imitación para adquirir una fuerza nueva (del mismo modo que el Islam primitivo consideró a las ciencias de los griegos y romanos) que conduciría a la liberación y a la reaparición de una comunidad fuerte... No cesó de destacar que los musulmanes eran responsables de su destino y al hacerlo invocaba esta cita del Corán (13-11): “En verdad Dios no cambia la situación de un pueblo, si éste no la cambia por sí mismo”... El movimiento mahdista de Sudán (liderado por Muhammad Ahmad al-Mahdí 1844-1885) se encontraba en la misma línea» (Helene Carrére d’Encausse: Reforma y revolución entre los musulmanes del imperio ruso, Bujará 1867-1924, Edit. Sur, Buenos Aires, 1969, pp. 106-7).
Uno de los principales aforismos de Yamaluddín fue aquel que afirmaba que «el Islam es una cosa, los musulmanes son otra», el cual continúa estimulando la reflexión musulmana contemporánea.
Un discípulo de Yamaluddín fue el sheij sirio Abderrahmán al-Kawakibí (1849-1902), autor de la obra «La madre de las ciudades», en la cual diagnostica los males —religiosos, morales y políticos— de las sociedades musulmanas. El filósofo y sociólogo iraní Ayatullah Murteza Mutahharí (1919-1979) aseveró que «Al-Kawakibí fue un pensador antidespótico que peleó contra la tiranía de los turcos otomanos que gobernaban Siria» (cfr. Ten decades of Ulama’s Struggle, Islamic Propagation Organization, Teherán, 1985, pp. 123-124).
La sociedad fundada por Yamaluddín al-Afganí y Muhammad Abdu generaría diversos movimientos en casi todos los países islámicos con líderes y pensadores que refutarán la idea absurda de que «el Islam es congénitamente incompatible con el espíritu científico», como los indios Amir Ali (1849-1928) y el Allamah Muhammad Iqbal (1877-1938), el turco Ismael Gasparli (1851-1914), los egipcios Rachíd Rida (1865-1935), director de la revista cairota Al-Manar “El Faro” (principal portavoz del movimiento, editada entre 1898-1935), Alí Abd al-Raziq (1888-1966), y Seied Qutb (1906-1966), el libanés Chaqib Arslan (1871-1946), el argelino Abdulhamid Ibn Badís (1889-1940), y el marroquí Allal al-Fassí (1910-1974).
Seied Ahmad Jan (1817-1898) fue el iniciador del reformismo social y cultural en el Islam indio. En 1875 establece el Mohammedan Anglo-Oriental College en Aligarh (ciudad musulmana fundada en 1524), estructurado en base al sistema imperante en Oxford y Cambridge, que se convertiría en la Aligarh Muslim University en 1920.
En este contexto es muy interesante la figura del intelectual libanés Amin al-Rihaní (1876-1940) que recorrió el mundo arabo-islámico de la época buscando el rescate de la identidad y la fe. Al respecto, véase el notable trabajo de la islamóloga española Carmen Ruíz Bravo-Villasante: Un testigo árabe del siglo XX: Amin al-Rihaní en Marruecos y en España (1939), 2 vols., CantArabia, Madrid, 1993.
En un ensayo, a propósito de una sincera autocrítica sobre cuál es la forma de revitalizar el Islam y sacarlo de la varadura a la que lo llevaron los elementos retrógrados y colonialistas, el Seied Qutb plantea este interrogante: «¿Somos nosotros musulmanes?» (Hal Nahnu Muslimún?, Wahba, El Cairo, 1961).
Todos ellos denunciaron la inercia de los juristas conservadores y preconizaron la reapertura del concepto de iytihad e incluso la reunificación de las posiciones del sunnismo y el shiísmo. Un testigo fundamental de esta exigencia de la intelectualidad musulmana fue el periódico Iytihad, fundado por el turco Abdallah Yeudet en Ginebra, el 1 de septiembre de 1904, transferido a El Cairo (1905) y después a Estambul (1911).
Semejante revivificación produjo múltiples intercambios y encuentros trascendentales, como aquel logrado entre el Allamah Muhammad Iqbal y el jesuita zaragozano Miguel Asín Palacios en el campus de la Universidad de Madrid en enero de 1933, en donde llevaron a cabo un memorable y amable debate sobre el misticismo del Islam, y la influencia de la escatología musulmana en Dante y la Divina Comedia (Véase Masudul Hasan, Life of Iqbal, 2 vols., Ferozsons Ltd., Lahore, 1978, Vol. 1, pp. 381-385).
El movimiento panislámico generó islas de resistencia a la expansión colonialista europea. Una de ellas se constituyó en el Marruecos dividido entre españoles y franceses y tuvo como líder indiscutido al legendario caudillo rifeño Abdelkrim. El Sheij Muhammad Ibn Abdul Karim (1882-1963), llamado al-Jatabí (“el elocuente”), más conocido por Abdelkrim y el apodo de «el León del Rif», fue un juez musulmán que abandonó su carrera en la administración colonial española en el norte marroquí y comenzó a organizar la resistencia en 1919. Fue el fundador del primer estado islámico moderno, la República del Rif, de la cual fue su presidente (1921-1926). Venció a españoles y franceses en miríades de pequeñas y grandes batallas. Capturado por estos últimos, fue enviado a la isla de la Reunión en el océano Indico donde sufrió un riguroso confinamiento entre 1926-1947. Al ser trasladado a Francia, logró escapar y exilarse en Egipto donde residió hasta su muerte.
Ejemplar estadista y consumado teólogo y místico dejó numerosos escritos que hablan de su confianza en unir a todos los musulmanes e incluso lograr la fraternidad con aquellos pueblos que sufrían de una manera u otra los flagelos de la depredación imperialista. Por ejemplo, en 1924, en respuesta a una invitación cursada por un grupo de estudiantes universitarios argentinos, Abdelkrim escribió un artículo dirigido a todas las repúblicas latinoamericanas que se hallaban a la sazón, celebrando el centenario la batalla de Ayacucho, en el que el patriota general Antonio José de Sucre (1795-1830) había derrotado al ejército español mandado por el virrey La Serna, en Perú, el 9 de diciembre de 1824, con lo que se resquebrajó definitivamente el dominio de España en América del Sur. Dice el líder bereber: «El heroico pueblo de Marruecos está luchando por los mismos ideales que reivindicaban Miranda, Moreno, Bolívar y San Martín. Poseemos cualidades raciales, culturales y religiosas que nos impiden tolerar toda dependencia de cualquier potencia europea» (David S. Woolman: Abd el-Krim y la guerra del Rif, Oikos-Tau ediciones, Barcelona, 1971, pp. 192-193). Véase también S.E. Fleming: Primo de Rivera y Abdel Krim: The struggle in Spanish Morocco 1923-27, University of Wisconsin, 1974; el film de Juan Goytisolo Abdelkrim y la epopeya del Rif, estrenado en París el 14 de noviembre de 1991, en l’Institut du Monde Arabe y como capítulo de la serie Alquibla II (1990-1991) de la Televisión Española (TVE); Juan Goytisolo: Abdelkrim et l’épopée du Rif, revista «Qantara» Nº 1, l’Institut du Monde Arabe, París, octubre-noviembre 1991; Juan Pando Despierto: El desastre de Annual, revista «Historia 16», Nº 243, julio 1996, pp. 12-30; Juan Pando Despierto: Catástrofe española en el Rif. Agonía y exterminio de un ejército: la tragedia de Monte Arruit, revista «Historia 16», Nº 244, Madrid, agosto 1996, pp. 12-32.
Ante la decadencia de la dominación otomana, Italia le declaró la guerra a Turquía en 1911 y ocupó el litoral libio, última posesión turca en el norte de África.
A partir de entonces, los conquistadores italianos debieron enfrentar durante veinte años una obstinada resistencia islámica encabezada por un venerable religioso y humilde maestro de escuela, Sidi Omar Mujtar (1862-1931).
A partir del auge del fascismo liderado por Benito Mussolini (1883-1945), los generales fascistas Emilio De Bono (1866-1944) y Pietro Badoglio (1871-1956) lanzaron furibundas e infructuosas ofensivas contra las fuerzas musulmanas acaudilladas por Sidi Omar. La situación continuaría indefinida hasta 1929, cuando sería designado comandante supremo de las tropas italianas en Libia el mariscal Rodolfo Graziani (1882-1955), un militar inepto y autoritario de pésima actuación durante la Segunda Guerra Mundial en el frente libio (1940-41). Sin embargo, en 1930 Graziani disponía de más de treinta mil efectivos muy bien pertrechados con numerosos tanques y aviones para enfrentar a menos de dos mil guerrilleros musulmanes de Sidi Omar, pobremente armados y con escasos víveres y municiones. Finalmente, y luego de una corta pero heroica lucha, Sidi Omar Mujtar fue capturado y ahorcado por los verdugos fascistas a la edad de setenta años. Su ejemplo es un recuerdo imborrable de la historia libia contemporánea y un jalón de la resistencia del Islam contra el nazifascismo y el imperialismo occidental. Consultar Robert G. Woolbert: The background of Italian imperialism in África, Harvard University, Cambridge (Mass.), 1935; Gray L. Fowler: Italian agricultural colonization in Tripolitania Lybia, Syracuse, 1970; Aziz Batram: Sidi al-Mukhtar al-Kunti and the Recrudescence of Islam in the Middle Niger Region, Birmingham, Faculty of Arts, 1971. Véase también la coproducción libio-británica El león del desierto (1981), dirigida por el libanés Mustafá Akkad, el realizador de Muhammad, el Mensajero de Dios (1977), ambas películas con guión del autor británico convertido al Islam H.A.L. Craig y música del compositor francés Maurice Jarre (“Lawrence de Arabia”).
El resurgimiento del Islam a las puertas del tercer milenio
Este Renacimiento del Islam, llamado en árabe Nahda, conduciría finalmente a la victoria a la Revolución Islámica en Irán en 1979, bajo el sabio y prudente liderazgo del Imam Ruhollah al-Musaví al-Jomeiní (1900-1989), acompañado por distinguidos alfaquíes como el Seied Muhammad Husain Beheshtí (1928-1981) y Murteza Mutahharí (1919-1979), y a una revitalización de las comunidades musulmanas en los cinco continentes como hoy se puede apreciar.
El dirigente egipcio Hasan al-Banna (1906-1949) demuestra que el panislamismo no es un movimiento específica o exclusivamente político: «No sois una sociedad de beneficencia, ni un partido político, ni una organización local con propósitos limitados. Más bien sois un alma nueva en el corazón de esta comunidad, para infundirle vida mediante el Corán... Cuando se os pregunte qué reclamáis, replicad que el Islam, el mensaje de Muhammad, la religión que contiene en sí misma el gobierno, y una de cuyas obligaciones es la libertad. Si se os dice que sois políticos, responded que el Islam no reconoce esa distinción. Si se os acusa de ser revolucionarios, decid: “Somos voces en favor del derecho y la paz, en los cuales creemos profundamente, y de los cuales estamos orgullosos. Si os alzáis contra nosotros o cerráis el camino de nuestro mensaje, Dios permite que nos defendamos contra vuestra injusticia”» (citado en R. Mitchell, The Society of the Muslim Brothers, Londres, 1969, p. 30). Véase Angelo Ghirelli: El Renacimiento Musulmán, Montaner y Simón, Barcelona, 1948; Ali Merad: El Islam contemporáneo, FCE, México, 1988; Thomas Hodgkin y otros: El empuje del Islam, Edit. Iepala, Madrid, 1989; Bernard Lewis: El lenguaje político del Islam, Alfaguara, Madrid, 1990; Gilles Kepel: Al oeste de Alá. La penetración del Islam en Occidente, Paidós, Barcelona, 1995; William Shepard: Sayyid Qutb and Islamic Activism. A Translation and Critical Analysis of Social Justice in Islam, Brill, Leiden, 1996; Nazih Ayubi: El Islam político. Teorías, tradición y rupturas, Bellaterra, Barcelona, 1996; C.A.O. van Nieuwenhuijze: Paradise Lost. Reflections on the Struggle for Authenticity in the Middle East, Brill, Leiden 1997.
El escritor irlandés en lengua inglesa George Bernard Shaw(1856-1950) alaba la vitalidad del Islam, religión que sin embargo siempre ha tendido a ser tachada de reaccionaria por sus enemigos, contribuyendo a menudo a propagar este estereotipo determinados seudomusulmanes que han actuado y actúan ilegalmente en nombre del Islam, como las sectas satánicas de los jarichíes (jawariy) e ibadíes en el primer siglo de la Hégira, los cármatas (siglos X y XI), los hashshiyyún —consumidores de hashish, de lo que deriva el término «asesinos»— (siglo XII y XIII), y más recientemente los llamados talibanes de Afganistán: «Siempre he sentido gran estima por el Islam porque está lleno de una vitalidad maravillosa. Es la única religión que me parece contener el poder de asimilar la fase cambiante de la existencia, poder que puede ser adaptable a toda época» (cfr. A: Alami: L’Islam et la Culture Medicale, Casablanca, 1979, p. 10).
Véase François Burgat: El islamismo cara a cara, Biblioteca del Islam Contemporáneo, Edicions Bellaterra, Barcelona, 1996; Nazih Ayubi: El islam político, Bellaterra, Barcelona, 1996; Olivier Roy: Genealogía del islamismo, Bellaterra, Barcelona, 1996; Olivier Carré: El islam laico o el retorno de la Gran Tradición, Bellaterra, Barcelona, 1996; Emmanuel Sivan: Mitos políticos árabes, Bellaterra, Barcelona, 1997; Malika Zhegal: Guardianes del Islam, Bellaterra, Barcelona, 1997; Emmanuel Sivan: El Islam radical, Bellaterra, Barcelona, 1997; Nazih Ayubi: Política y sociedad en Oriente Próximo. La hipertrofia del estado árabe, Bellaterra, Barcelona, 1998; Xavier de Planhol: Las naciones del Profeta. Manual de geografía política musulmana, Bellaterra, Barcelona, 1998; Ghassam Salamé: Democracia y renovación política en el mundo musulmán, Bellaterra, Barcelona, 1998.
Del libro CIVILIZACION DEL ISLAM; Edición Elhame Shargh
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