Es la madrugada del 7 de Safar del año 128 d.H. (sábado 6 de noviembre de 745 d.C.), en la aldea de Abûâ’[1] reina un ambiente diferente; los rayos del Sol han iluminado a las palmeras hasta su cintura y las largas sombras de éstas caen sobre los techos de adobe de las casas del pueblo.
El ruido de los camellos y las ovejas que apresuran a sus pastores y se preparan para salir a herbajar, siembra en los corazones la alegría del amanecer y llena los oídos con el regocijo de la vida.
Contiguo a la aldea y sobre la laguna de la cual las mujeres toman agua pura y cristalina, circula la brisa suave produciendo olas por donde transita y algunas golondrinas vuelan apresuradas y regocijantes sobre ésta; repentinamente, sumergen en el agua sus pechos encarnados como si fueran los pechos ardientes de las aves de ‘Amul Fîl[2]. Un poco más allá, una palmera solitaria, abre sus ramas como una sombrilla sobre una tumba y en esta madrugada, una mujer se encuentra tumbada sobre un sepulcro, besa su tierra con respeto, llora en silencio… Algo murmura bajo sus labios. La brisa hace llegar algunas de sus palabras y frases, al parecer dice:
“Saludos sean para ti ¡Oh, Âminah! ¡Oh, gran Señora, madre del Profeta! Dios te perdone a ti que falleciste lejos de tu ciudad natal.
Soy Hamîdah, tu nuera; llevo en mi vientre a un niño, hijo de uno de tus descendientes y con el dolor que desde anoche comenzó, sospecho que este niño venturoso, no tardará en nacer.
¡Oh, gran Señora! Mi esposo me dio la buena nueva que este niño será el séptimo heredero de tu hijo Muhammad, el Profeta del Islam.
¡Oh, mi Señora! Pide a Dios que mi hijo nazca saludable”.
El Sol del amanecer asciende detrás de las ramas de la palmera solitaria que se encuentra cerca de la tumba, mientras su luminosidad la cubre.
Hamîdah se levanta con entereza y firmeza y sacudiendo sus ropas que se han empolvado camina rumbo a la ciudad, pesada y con cuidado, colocando una mano sobre su vientre, tal y como lo hacen las mujeres embarazadas.
Una hora más tarde, cuando el Sol ilumina con más intensidad la aldea, y en su resplandor las aves revolotean en el celeste cielo, se escuchan alaridos de alegría... y mi imaginación me hace ver como algunas mujeres corren alegres y activas de un lado a otro entre las callejuelas de ésta.
¡Oh! En este momento dos mujeres se acercan presurosas a la laguna y llenan con agua las grandes jarras de barro que llevan en sus manos.
Mi imaginación se pone alerta para escuchar las nuevas.
Una dice: “Cuando el Imâm As-Sâdiq (P) se enteró del nacimiento de su hijo dijo:
“Ha nacido mi heredero, el Imâm, y la mejor creación de Dios…”.[3]
“¿Acaso sabes que nombre le pusieron?” Pregunta otra.
“Creo que, inclusive antes de que naciese, lo llamaban Mûsâ (Moisés)”. Le responde.
* * *
Mis ojos de la imaginación divisan a un pastor al otro lado de la laguna, que sin saber lo que sucede en la aldea, lleva a pastar a sus ovejas…
En un momento mi imaginación supone que ese pastor es el Profeta Moisés (P) y ese, el arenoso desierto de Sinaí.
Ahora, regresando a la realidad, este Moisés que acaba de nacer ¿con cuál Faraón de su tiempo tendrá que enfrentarse?