Filosofía
Por: Ricardo H. S. Elía
«El pensamiento tiene alas y no hay nada que pueda detener su vuelo»
Averroes
«Es deplorable que la filosofía islámica haya estado, durante tanto tiempo, ausente de nuestras historias generales de la filosofía, o al menos, que haya sido considerada únicamente bajo el ángulo de lo que de ella conocieron nuestros escolásticos medievales».
Henry Corbin (1903-1978),
islamólogo y filósofo francés, especialista en sufismo y shiísmo.
La filosofía y la mística en el Islam emanan del espíritu del Sagrado Corán según como podemos comprobarlo fehacientemente a través de numerosas narraciones y tradiciones del Santo Profeta y sus nobles descendientes.
Un hadiz (dicho) muy conocido del Profeta Muhammad explica en donde se origina el pensamiento filosófico y gnóstico del Islam: «El Corán tiene una apariencia exterior y una profundidad oculta, un sentido exotérico y otro esotérico; a su vez, este sentido esotérico encierra otro sentido esotérico (esta profundidad tiene otra profundidad, a la manera de las esferas celestes, que se encajan unas en otras); así sucesivamente, hasta siete sentidos esotéricos(siete niveles de profundidad oculta)».
Alí Ibn Abi Talib (600-661), cuarto Califa y primer Imam de los musulmanes, refiriéndose al mismo tema, dijo: «No hay versículo coránico que no tenga cuatro sentidos el exotérico (zahir), el esotérico (batin), el límite (hadd) y el proyecto divino (mottala). El exotérico es para la recitación oral; el esotérico es para la comprensión interior; el límite son los enunciados que determinan lo lícito y lo ilícito; el proyecto divino es lo que Dios se propone realizar en el hombre por cada versículo».
El sexto Imam, Ya’far as-Sadiq (702-765), emitió la siguiente declaración: «El Libro de Dios comprende cuatro cosas: la expresión enunciada (‘ibarat), la dimensión alusiva (isharat), los sentidos ocultos, relativos al mundo suprasensible (lata’if), y las elevadas doctrinas espirituales (haqa’iq). La expresión literal es para el común de los fieles (‘awamm); la dimensión alusiva concierne a la élite (jawass); los significados ocultos incumben a los amigos de Dios (auliya); las elevadas doctrinas espirituales pertenecen a los profetas (anbiya, plural de nabi)».
Como muy bien lo explica el islamólogo español Miguel Cruz Hernández, ex director del departamento de estudios islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid, en su exquisita obra Historia del pensamiento del mundo islámico, 3 vols., Alianza, 1996: «El mensaje del Islam lanzó a los árabes recién islamizados desde Arabia hasta los últimos confines del mundo entonces conocido. Su concepción religiosa le permitía incorporar tanto los elementos culturales preislámicos como la cultura antigua... Adoptar elementos culturales exógenos era ‘rescatar’ de manos de los infieles lo que Dios había creado para los creyentes».
Así, en filosofía, como en ciencia, el Islam tomó de la Siria cristiana el legado de la Grecia clásica y lo devolvió a la Europa cristiana a través de al-Ándalus. Eso les permitió estudiar las especulaciones hindúes que llegaron a través de Gazna y Persia; la escatología mazdeísta y judía, las herejías cristianas de asirios y nestorianos con sus debates sobre los atributos de Dios, la naturaleza de Jesucristo y el Logos, la predestinación y el libre albedrío, la revelación y la razón; la sabiduría de los sabeos; hasta el pensamiento de los latinos y los neoplatónicos de Alejandría.
La lógica griega, transmitida plenamente por Aristóteles, fue un estímulo extraordinario que produjo un movimiento filosófico racional que podría llamarse la «Ilustración musulmana». Este fenómeno se produjo quinientos años antes del Renacimiento en Occidente, en pleno siglo IX.
El filósofo, filólogo e historiador francés Ernest Renan (1823-1892) decía en su tesis doctoral: «La introducción de los textos árabes en los estudios occidentales, dividía la historia científica y filosófica en la Baja Edad Media en dos épocas perfectamente distintas. En la primera, el espíritu humano no tiene para satisfacer su curiosidad más que los flacos restos de enseñanza romanas, acumuladas en las compilaciones de Martianus Capella (siglos IV y V d.C.), de Beda (672-735) y de San Isidoro (560-636) ... En la segunda época es también la de la ciencia más antigua, que vuelve a Occidente, pero más completa, esta vez con los comentarios árabes y las obras originales de los griegos, de las cuales los romanos prefirieron los compendios» (E. Renan: Averroes y el averroísmo, Hiperión, Madrid, 1992).
Pedro el Venerable (1094-1156), el gran reformador de Cluny y el último de sus grandes abades, que mandó a traducir el Corán y distintas obras islámicas a Roberto de Ketton o de Chester, Hermann de Carintia, Pedro de Toledo y Pedro de Poitiers o “el Pictaviense” a partir de 1141, cuando visitó España, escribió a uno de sus amigos: «Lloro por la manera vana cómo pierdes el tiempo. Sin las consideraciones de Platón, sin las disputas de las Academias, sin los lazos de Aristóteles, sin la doctrina de los filósofos, no se puede saber dónde está y cómo alcanza la bienaventuranza» (Véase Vicente Cantarino: Entre monjes y musulmanes, Edit. Alhambra, Madrid, 1977, p. 159; James Kritzeck: Peter the Venerable and Islam, Princeton University Press, Princeton, 1964).
Es particularmente significativa la duplicidad en medicina y filosofía que suele dar entre los polígrafos de la Edad de Oro del Islam. En el Oriente destacaron al-Kindi y Avicena. En al-Ándalus los ejemplos más conocidos son los de Maimónides, Averroes e Ibn Tufail. Los musulmanes, que debían tanto a los griegos, conocían perfectamente el aforismo de Hipócrates que dice: «el médico que sólo sabe de medicina, ni eso sabe», completado con otro pensamiento de Galeno: «el buen médico debe ser también buen filósofo».
Si la filosofía islámica es por naturaleza sintética cuando se la compara con los métodos analíticos de los griegos del período clásico, también es teocéntrica por contraste con las concepciones antropocéntricas de los pensadores helenistas. Véase A. Badawi: Histoire de la philosophie en Islam, 2 vols., J. Vrin, París, 1972; M. Fakhry: A History of Islamic Philosophy, Londres-Nueva York, 1983.
A Abu Yusuf Yaqub Ibn Ishaq al-Kindi (796-873) se lo puede considerar el primer gran filósofo del Islam. Nació en Kufa, se educó en Basora y vivió en Bagdad. En su primer tratado, definió la filosofía como «el conocimiento de las cosas como son en realidad», convirtiéndola así en un sistema integrador que abarcaba la teología, la política, la física, las matemáticas y otras disciplinas. También señaló que no hay contradicción entre las conclusiones logradas por la fe y aquellas a las que las ciencias filosóficas llegan por el razonamiento y el ejercicio intelectual.
Mas al-Kindi fue más que un filósofo. Su conocimiento era enciclopédico, y prodigiosa su autoridad en múltiples campos. Hay una lista de trescientos sesenta y un títulos a él atribuidos. De ellos, 27 son filosóficos, 22 psicológicos, 22 médicos y el resto matemáticos, músicos, astronómicos, geográficos, políticos y físicos. De todas ellas podemos citar dos relativas a la filosofía: Risalat ila Ahmad Ibn al-Mu’tasim fi-l-Ibanat’ an suyud al-yirm ua ta’ati-hi li Allah (“Tratado para Ahmad Ibn al-Mu’tasim acerca de la prosternación del cuerpo más alejado y su relación con Dios”), y Risala fi Alí Ibn al-Yahm fi uahdaniyyat Allah ua tanahi yirm al’alam (“Tratado para Alí Ibn Yahm acerca de la unicidad de Dios y del fin del cuerpo del mundo”).
La frase siguiente nos asoma al elevado pensamiento de quien de hecho comienza la historia de la filosofía islámica:
«No debemos avergonzarnos de reconocer la verdad, sea cual fuere su fuente, incluso si llega a nosotros originada en generaciones anteriores y en pueblos extranjeros. Para quien busca la verdad nada es más valioso que la verdad misma» (Fi-l-falsafa al-ula “Acerca de la filosofía primera”).
En contra de la opinión de Aristóteles, al-Kindi discute extensamente a fin de mostrar que el Tiempo y el Movimiento no son eternos e infinitos ya que «el Tiempo es el período de la existencia de una cosa en tanto en cuanto ésta exista» («Tratado acerca de la unicidad de Dios y del fin del cuerpo del mundo»). Si el Tiempo y el Movimiento no son infinitos, el mundo no puede ser tampoco eterno. Tiene que haber tenido comienzo y puede tener su fin. Su comienzo estaba en las manos de Dios, que lo creó ex nihilo, siguiendo su Voluntad Divina, y le pondrá fin cuando lo desee su Voluntad. Prueba la existencia de Dios diciendo que si el mundo es finito, tuvo comienzo, y si tuvo comienzo, fue creado, y si fue creado, tuvo que tener un Creador.
El polígrafo e inventor italiano del siglo XVI, Girolamo Cardano (1501-1576), situó a al-Kindi entre los doce cerebros más sutiles de la historia. Por extraña ironía, la mayoría de las obras de este pensador musulmán están conservadas en latín y muy pocas en árabe. Véase Jean Jolivet: L’Intellect selon Kindi, E.J. Brill, Leiden, 1971; A.A. Ivry: Al-Kindi’s Metaphysics, State University of New York, Nueva York, 1974: A. Badawi: La transmission de la philosophie grecque au monde arabe, J. Vrin, París, 1987; Roshdi Rashed: Oeuvres philosophiques et scientifiques d’al-Kindi, Brill, Leiden, 1996..
El camino iniciado por el árabe al-Kindi fue proseguido por el turco al-Farabí y llevada a mejores horizontes por el persa Ibn Siná (Avicena). Abu Nasr Muhammad Ibn Muhammad Ibn Tarajan Ibn Uzalag al-Farabí nació en 870 en una aldea cercana a la ciudad de Farab (hoy Uzbekistán) y murió en Damasco en 950. Estudió lógica bajo maestros cristianos en Bagdad y Harrán, adoptó las costumbres y vestiduras de los sufíes y finalmente aceptó la escuela de pensamiento shií. El historiador Ibn Jalikán opinó sobre sus características: «Era el más indiferente de los hombres hacia las cosas de este mundo; nunca se tomó la menor molestia para asegurarse un modo de ganarse la vida ni poseer un aposento». El gobernante shií de Siria, Seif ud-Daula, que fue su protector, le preguntó cuánto necesitaba para su manutención; al-Farabi pensó que con cuatro dirhams (dos dólares) diarios tendría bastante; el príncipe le asignó esta pensión para toda la vida.
Sus escritos tuvieron una orientación más política que teológica y le ganaron el título de al-muallim az-zani (‘el segundo maestro’, después de Aristóteles). Como filósofo al-Farabi es más conocido gracias a dos de sus libros: Risala fi ara ahl al-Madinat al-Fadila (Tratado acerca de las opiniones de la gente de la ciudad ideal), modelado según la República de Platón, y al-Siyasat al-Madaniyya (Sobre el gobierno de las ciudades), inspirado en la Política de Aristóteles. Concibe su ciudad modelo como un organismo jerárquico comparable al cuerpo humano. El gobernante, que corresponde al corazón, es ayudado por funcionarios a los que sirven otros de inferior jerarquía. El gobernante es intelectual y moralmente perfecto. El fin del organismo es únicamente el bienestar de todos sus miembros. Este estado ideal, en el cual los justos y virtuosos jamás deben permitir que el poder caiga en manos de los comerciantes e inescrupulosos, es un fiel ejemplo de cómo debe ser el Estado islámico y el comportamiento de los musulmanes en sociedad.
Véase Abu Nasr al-Farabi, La Ciudad Ideal, Editorial Tecnos, Madrid, 1995; R. Walzer: Alfarabi on the Perfect State. Abu Nasr al-Farabi’s Mabadi Ara’ Ahl al-Madina l-Fadila. A Revised text with Introduc., Translat. and Commentary, Clarendom Press, Oxford, 1985; Yves Marquet: A propos de l’evolution de la pensée de Farabi, Yad-Nama, in memoria di Alessandro Bausani, vol.1, Universitá di Roma, Studi orientali, Roma, 1991).
Muhammad Ibn Masarra (883-931), nacido en Córdoba, es el primer filósofo y gnóstico andalusí. Su familia descendía de muladíes (conversos al Islam). Su padre, Abdallah, cuyos ojos azules y pelo rubio hacían que frecuentemente fuera confundido con un eslavo o un normando, fue viajero por razones comerciales, y frecuentó círculos mutazilíes y místicos en el Irak, adhiriendo a su pensamiento. Estos conocimientos se los transmitió a su joven hijo Muhammad quien asimiló rápidamente y en poco tiempo tuvo un grupo de discípulos. Luego que su padre, arruinado en sus negocios, se marchara a Oriente y falleciera en La Meca en 899, Ibn Masarra, que estudió la obra del filósofo greco-siciliano Empédocles de Agrigento (490-430 a.C.), formó en Córdoba las bases de una escuela filosófica que llevaría su nombre y que haría la primera síntesis de las más elevadas tradiciones espirituales de Asia y de África.
El gran arabista e islamólogo español Miguel Asín Palacios, encuentra un paralelismo entre la manera en que el Obispo Prisciliano de Avila (condenado por hereje y ejecutado por orden del emperador romano Máximo, en 385) concibe el cristianismo y el modo en que Ibn Masarra vivió y concibió el Islam (cfr. Miguel Asín Palacios: Abenmasarra y su escuela, Orígenes de la filosofía hispano-musulmana, Madrid, 1914; Daniel Terán Fierro: Prisciliano Mártir Apócrifo, Breogán, Madrid, 1985).
«Dos grandes “herejías” ponían en solfa las decisiones del concilio de Nicea en dos puntos opuestos del mundo conocido: una, en oriente, con Arrio y, la otra, en Occidente, con Prisciliano. Y, en el centro del debate, el problema de saber si el reconocimiento de las tres “personas” de la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, no hacían que se tambaleara el monoteísmo» (Roger Garaudy: El Islam en Occidente. Córdoba, capital del pensamiento unitario, Breogán, Madrid, 1987, p. 50).
Precisamente, Ibn Masarra es un defensor acérrimo del monoteísmo abrahámico y el carácter del Uno divino. Se han recuperado sólo dos de sus numerosas obras: «El libro de la explicación perspicaz» (Kitab al-Tabsira) y «El libro de las letras» (Kitab al-Huruf). Luego de recorrer el Norte de África con sus discípulos, Ibn Masarra se radicó en Córdoba, donde pudo desarrollar sus tareas bajo la protección y el estímulo del califa Abderrahmán III (g. 912-961).
Con Abu Alí al-Husain Ibn Abdallah Ibn al-Hasan Ibn Alí Ibn Siná (980-1037), nuestro Avicena, la filosofía islámica llegó a su cumbre, así como la medicina. El primero de los médicos lo fue también de los filósofos. Debió su interés por la filosofía a su predecesor al-Farabí. Tras dominar en su adolescencia todo el conocimiento asequible del Sagrado Corán, la lingüística, las matemáticas y las ciencias naturales, su vida se dividió entre la filosofía y la medicina.
La obra filosófica maestra de Avicena es al-Shifá (La curación), su compendio es al-Nayat (La salvación). Por su tamaño y por la importancia del papel que representó, al-Shifá puede compararse con al-Qanun, su obra médica por excelencia Publicada en seis volúmenes (El Cairo, 1952-1965), es quizás la obra filosófica de mayores dimensiones hecho por un hombre solo. Empieza por la lógica e incluye física y metafísica, botánica y zoología, matemáticas y música, y psicología. En otra gran obra filosófica Kitab al-Isharat wa-l-tanbihat (Libro de las orientaciones y las advertencias), el autor dedicó tres capítulos al sufismo, además de otros treinta y dos libros sobre el tema. Aunque muy proclive a la mística, trató el tema de modo objetivo. El ascetismo no le bastaba; creía que se debía buscar la iluminación como acto final de conocimiento. La iluminación se obtiene por medio de los ángeles que actúan como unión entre las esferas celestiales y la terrestre. Podemos por ello decir que Avicena abrió el camino a una nueva rama de la filosofía islámica, la Sabiduría de la iluminación o lumínica, la llamada Híkmat al-Ishraq (Metafísica de la Luz), inaugurada por su seguidor Suhrauardi. Avicena fue autor de doscientos setenta y seis libros, de los que sobreviven doscientos Véase Soheil F. Afnan: El pensamiento de Avicena, FCE, México, 1978; Badawi, Cruz Hernández, Gómez Nogales y Muñoz: Milenario de Avicena, Instituto Hispano-Árabe de Cultura, Madrid, 1981; J.R. Michot: La destinée de l’homme selon Avicenne, Peeters, París, 1986; Henry Corbin: Avicena y el relato visionario, Paidós Orientalia, Barcelona/Buenos Aires, 1995; Avicena: Tres escritos esotéricos, Estudio preliminar, traducción y notas de Miguel Cruz Hernández, Tecnos, Madrid, 1998.
Abu Bakr Muhammad Ibn Yahya Ibn al-Sa’ig Ibn Bayyá (¿1070?-1138), nacido en Zaragoza y muerto en Fez, fue el segundo gran filósofo andalusí. Astrónomo, botánico, médico, músico, y poeta, representa al sabio completo. Vivió, además de en sus lugares de nacimiento y muerte, en Almería, Granada, Sevilla y Jaén. Fue autor de por lo menos cuarenta composiciones diversas. Varios de sus libros están dedicados al comentario de los de Aristóteles y de al-Farabí. Entre sus obras destaca «El régimen del solitario» Tadbir al-mutawahhid (Editorial Trotta, Madrid, 1997), que es una evocación del Estado ideal y virtuoso de al-Farabi, el «Tratado de la unión del intelecto con el hombre» (Risalat ittisal al-’aql bi-l-insan) y la Carta de la despedida (Risalat al-wada’).
Caracteriza su pensamiento su afán de racionalidad y de moralidad, en busca de la perfección, presentada, tal perfección, como ideal supremo del sabio y meta trascendental de la existencia humana (cfr. Georges Zainaty: La morale d’Avempace, J. Vrin, París, 1979).
Abu Bakr Muhammad Ibn Abd al-Malik Ibn Tufail al-Qaisi (antes de 1110-1185), latinizado Abentofail, nació en Guadix (Granada). Junto con Avempace y Averroes, Ibn Tufail es uno de los tres más importantes filósofos-médicos andalusíes del siglo XII. Como su famoso predecesor Avicena y su sucesor Averroes, Ibn Tufail era médico, filósofo y político. Practicó la medicina en Granada y la política en la corte almohade de Marrakesh.
Su legado filosófico y literario lleva el mismo título que la alegoría mística de Avicena, Risala Hayy Ibn Yaqzán (“Tratado sobre Hayy Ibn Yaqzán”), pero el contenido es de su creación exclusiva. El personaje de la narración, Hayy Ibn Yaqzán (en árabe: “El Vivo Hijo del Despierto”) nace espontáneamente en una isla desierta en medio del Océano Indico. Es criado por una cierva. A su debido tiempo esta figura solitaria se diferencia de sus compañeros cuadrúpedos y se da cuenta de su superioridad. La muerte de la cierva le sugiere la diferencia entre el cuerpo y lo que hace que el cuerpo viva. Por fin llega a darse cuenta de que en el hombre hay un alma, incorruptible e inmortal, y sobre el hombre un Dios, Omnisciente y Omnisapiente. Moraleja: «incluso privado del beneficio de parientes y maestros, uno puede por medio de la razón y el sentido común llegar al conocimiento de la verdad última, que es el Islam, o sea la aceptación de la voluntad de Dios y su naturaleza perfecta».
La originalidad y encanto de la narración de Ibn Tufail causó gran impacto en Europa y Asia. Publicada en 1671 en árabe y latín (Philosophus autodidactus sive Epistula Abi ebn Tophail de Hai ebn Yoddhan) por el arabista inglés Edward Pococke (1604-1691), el primer profesor de árabe de la Universidad de Oxford, la narración se convirtió en un éxito de venta. En 1672 apareció una traducción holandesa y dos años después una inglesa, obra de un cuáquero. Los cuáqueros encontraron en ella base para su ciencia en la “luz interior”.
El polígrafo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) habló de «el excelente libro de “El filósofo autodidacto” que Pococke ha traducido del árabe». En 1708 hubo otra traducción inglesa a cargo de Simon Ockley, discípulo de Pococke, y en 1761 se hizo una versión alemana. El interés por el libro de Ibn Tufail no cesó. En 1920 se tradujo en ruso y en 1934 al castellano en Madrid por Angel González Palencia (1889-1949) con el título «El filósofo autodidacto».
El tema inspiró otros libros y novelas. Hayy Ibn Yaqzán es indiscutiblemente predecesor del Robinson Crusoe (1719) del inglés Daniel Defoe (1660-1731) y del Emilio (1762) del francés Jean Jacques Rousseau (1712-1778).
Ibn Tufail, al fin de sus días, fue médico de corte y consejero del segundo califa almohade, Abu Yaqub Yusuf al-Mansur. Antes de su muerte en 1185, Ibn Tufail le presentó y recomendó un querido amigo y colega, Ibn Rushd (Averroes). Véase L. Gauthier: Ibn Thofaïl, sa vie, ses oeuvres, París, 1909; Ibn Tufail: El Filósofo Autodidacto, trad. de Angel González Palencia, Trotta, Madrid, 1995; Lawrence I. Conrad: The World of Ibn Tufayl. Interdisciplinary Studies on Hayy ibn Yaqzan, E.J. Brill, Leiden, 1996.
Abu-l-Ualid Ibn Rushd (1126-1198), Averroes, el celebérrimo cordobés, era hijo y nieto de alfaquíes. Tanto su padre como su abuelo habían sido cadíes (jueces islámicos) de Córdoba, el primer centro intelectual de al-Ándalus y uno de los más importantes de Europa. Fue un médico famoso y un filósofo excepcional.
Sin embargo, la influencia de Averroes filósofo fue mayor que la de médico. Su renombrada Tahafut al-Tahafut (“Destrucción de la Destrucción”) es una apología de la filosofía y una respuesta contundente a la tesis del pensador iraní al-Gazalí (1058-1111), el Algacel de los latinos, llamada en árabe Tahafut al-falasifa (“La destrucción de los filósofos”). Esta réplica monumental ha sido traducida y comentada por el especialista M. Simon van den Berg en la obra titulada Averroes’ Tahafut al-Tahafut (The Incoherence of the Incoherence), UNESCO Collection of Great Works-Arabic Series, 2 vols., Oxford, 1954.
Una de sus principales obras teológicas es Fasl al-Maqal (“Doctrina decisiva” y fundamento de la concordia entre la revelación y la ciencia), donde explica la comunión y armonía entre la ciencia y la fe en el Islam.
De los treinta y ocho comentarios sobre Aristóteles escritos por Averroes, treinta y seis sobreviven en hebreo, treinta y cuatro en latín y sólo veintiocho en árabe. Averroes, por usar su nombre en latín (a través del hebreo), llegó a ser conocido por “el gran comentarista”, y el averroísmo, su sistema filosófico, alcanzó fama universal. Uno de sus comentarios, llamado en árabe Taljís al-Siyasat Aflatún, fue traducido y analizado por Miguel Cruz Hernández con el título Averroes. Exposición de la «República» de Platón, Edit. Tecnos, Madrid, 1996.
El pensamiento filosófico de Averroes dejó su impronta no solamente en el Islam, sino en la filosofía medieval judía y cristiana.
Las traducciones hebreas de los comentarios de Averroes, iniciadas en Nápoles en 1232, y las latinas, comenzadas por el escocés Miguel Escoto (1175-1236) en 1220 bajo los auspicios del emperador Federico II de Sicilia, sufrieron repetidas revisiones y se mantuvieron en boga durante el Renacimiento y la Edad Moderna. En 1470 aparecieron en Venecia más de cincuenta ediciones.
Santo Tomás de Aquino (1225-1274) utilizó extensamente los escritos de Averroes, especialmente para su Suma Teológica. Las coincidencias entre la teología de Santo Tomás y la de Averroes son numerosísimas. Ninguna más importante que el dogma de que el conocimiento de Dios comprende todos los conocimientos particulares y los argumentos expuestos en su apoyo. La famosa proposición del Doctor Angélico de que el conocimiento divino es la causa de todas las cosas, no es otra que la de Ibn Rushd, al-ilmu-l-qadimu huwa illatun wa-sababun lil-mauyud. Las analogías entre Averroes y Santo Tomás son tan frecuentes que parecen obedecer a algo más que una simple coincidencia. El deseo común de reconciliar la filosofía y la teología no es muy significativo por sí solo, pero cuando el plan general está trazado sobre líneas paralelas, lo natural es deducir que Averroes ha llegado a algo más que a un comentario sobre Aristóteles en la ciencia cristiana. En ambos escritos hallamos, después de las pruebas filosóficas del dogma, citas tomadas del Corán o de la Biblia; ambos empiezan por poner de manifiesto los testimonios dudosos o aparentemente contradictorios. Encontramos la misma prueba de la existencia de Dios en el movimiento y el gobierno providencial del mundo; el mismo argumento de la unidad de Dios basado en la unidad del universo. Partiendo de la proposición de que para llegar al conocimiento de Dios hay que adoptar el método de via remotionis, ambos lo atenúan con el de via analogiae.
El sabio inglés Roger Bacon dijo: «La filosofía de Averroes tiene actualmente (hacia 1270) el sufragio unánime de los doctos».
Estamos seguros de que los que echan en cara a los sabios musulmanes su falta de originalidad o su decadencia intelectual, no han leído a Averroes ni han hojeado siquiera a Al-Farabi, Avicena o Algacel, sino que se han dejado llevar por las opiniones de los detractores de turno. La presencia de doctrinas de origen islámico en el verdadero monumento de la Cristiandad occidental, la «Suma Teológica» de Tomás de Aquino, basta para refutar los cargos de originalidad y pobreza mental.
Muchas de las ideas de Averroes fueron incorporadas a la gran obra de Maimónides, algunas veces citada por Tomás de Aquino.
Cuando los valiosos materiales existentes en los archivos europeos salgan a la luz, entonces podrá verse que la influencia decisiva de los musulmanes sobre la civilización cristiana medieval, es mucho mayor que lo que hasta ahora se había reconocido.
Véase M. Alonso: Teología de Averroes (Estudios y documentos), CSIC, Madrid-Granada, 1947; R. Brunschwig: Averroès juriste, en Etudes d’orientalisme dédiées à la mémoire de Lévi-Provençal, París, 1962; Ernest Renan; Averroes y el averroísmo, Hiperión, Madrid, 1990); D. Urvoy: Ibn Rushd (Averroes), Routledge, Londres/Nueva York, 1991; Makki, Martínez Lorca, Gómez Nogales, Cruz Hernández: Al encuentro de Averroes, Trotta, Madrid, 1993.
Maimónides, pensador judío en lengua árabe
El Rabí Moshé Ben Maimón, en árabe Abu Imran Musa Ibn Maimún Ibn Abdallah al-Qurtubí, el Maimónides de los latinos, que recibió el apodo de RaM-BaM (ram-bam), nació en la ciudad hispanomusulmana de Córdoba el 30 de marzo de 1135 y falleció en Fustat, el viejo Cairo, Egipto, el 13 de diciembre de 1204. Eminente médico, jurista y filósofo, en 1160 emigró a Fez, en Marruecos, para beneficiarse de las enseñanzas del sabio Yehuda Ibn Sason. Luego de un viaje por Palestina (1165), se radicó definitivamente en Fustat. Allí muy pronto se hizo célebre practicando la medicina de tal manera que se convirtió en médico personal del último califa fatimí al-Adid (g. entre 1160-1171) y de su sucesor, el sultán Salahuddín al-Ayubi (1137-1193), el Saladino de los cruzados. Hacia 1173, su hermano menor David, próspero comerciante de piedras preciosas, murió ahogado cuando el navío musulmán que lo transportaba se hundió en el Océano Indico. Por esa época, Maimónides se casó por segunda vez —su primera esposa había fallecido joven, tiempo atrás en al-Ándalus— con la hermana de Abu-l-Ma’ali Ben Hibbat Allah, un judío que era escriba de la corte de Saladino.
Maimónides es el máximo pensador judío de la Edad Media y el polígrafo por excelencia del Judaísmo. Sus obras, todas escritas en árabe, abarcan las disciplinas más importantes y fueron redactadas en su mayoría durante su residencia en Egipto. Sobre astronomía escribió el «Tratado sobre el calendario (judío)» (1158), las «Reglas de la consagración de la neomenia» (antes de 1180) y una «Carta a los rabinos de Marsella sobre la astrología» (1194). Sobre filosofía, destacan su «Guía de los descarriados (o de los perplejos vacilantes)» (realizada entre 1185 y 1190), titulada en árabe Dalalat al-ha’irín y llamada en hebreo Moré nevujím. Sus obras médicas principales son «Aforismo médico de Moshé» (1187-1190), «Tratado sobre el asma» (1190), «Sobre el coito» (1191), «Sobre higiene» (1198) y «Explicación de las particularidades (de los accidentes)» (1200). De sus obras rabínicas sobresale la «Segunda Ley» (1180), en hebreo Mishné Torá.
Maimónides es el paradigma de la hermandad judíomusulmana y de la tradición abrahámica monoteísta. Su principal esfuerzo fue conciliar la religión revelada con la razón en base a la vía abierta por la filosofía islámica (falsafa), afirmando que la adquisición de la ciencia es una de las formas más elevadas de la fe.
Influenciado por Razes, al-Farabí, Avicena, Avempace, Avenzoar, y particularmente por su compatriota y vecino, el cordobés Averroes, su pensamiento penetró en los ámbitos escolásticos cristianos e iluminó el camino de San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino. Sus obras fueron vertidas al hebreo por traductores como Samuel Ben Yehuda Ibn Tibbón (1150-1230) y Moshé Ben Samuel Ibn Tibbón (m. 1283), y al latín, algunas por Edward Pococke (1604-1691), el profesor de árabe de Oxford.
Véase Maimónides: Guía de los descarriados, 3 vols., S. Sigal, Buenos Aires, 1955; David Romano, Miguel Cruz Hernández, Diego Gracia y Juan Vernet: Maimónides y su época, Ministerio de Cultura/Junta de Andalucía/Ayuntamiento de Córdoba, Córdoba, 1986; Maimónides: Guía de los perplejos, 3 vols., Cien del mundo, México, 1993; Maimónides: Guía de perplejos, Trotta, Madrid, 1994; Maimónides: Guía de los perplejos, Ramón Llaca y Cía, México, 1996.
La vigencia de la filosofía islámica
La versión occidental de que la filosofía islámica se acabó con la muerte del gran alfaquí cordobés Averroes (1126-1198) es absolutamente incorrecta y sin fundamentos. En Oriente, especialmente en Irán, el averroísmo pasó inadvertido y nunca se consideró que la crítica de la filosofía formulada por al-Gazalí hubiese puesto fin a la tradición inaugurada por al-Kindi. Así, los filósofos islámicos se han sucedido ininterrumpidamente hasta nuestros días. De la larga lista podemos mencionar a Nasiruddín at-Tusi (1201-1274), Ibn al-Jatib (1333-1375), Sadruddín Yafari (1528-1550), Mir Damad (m. 1632), Mullá Sadrá (1571-1640), Abul Qasim Mir al-Findiriski (m. 1641), Mullah Hadi Sabzavari (1797-1878), Yamaluddín Asadabadí al-Afgani (1839-1897), Muhammad Abdu (1845-1905), el Allamah Muhammad Iqbal (1876-1938), el Allamah Muhammad Husain Tabataba’i (1904-1981), el Imam Ayatullah al-Uzma Ruhollah Musavi al-Jomeini (1902-1989), Seied Qutb (1906-1966), el Ayatullah Murteza Mutahhari (1919-1979), y el Ayatullah al-Uzma Muhammad Baqir al-Sadr (1933-1980), entre muchos otros sabios y pensadores.
Véase Henry Corbin: Historia de la Filosofía Islámica, Trotta, Madrid, 1994; Rafael Ramón Guerrero: Historia de la filosofía medieval, Akal, Madrid, 1996; Mohamed Abdel Yabri: El legado filosófico árabe: Alfarabi, Avicena, Avempace, Averroes, Abenjaldún. Lectura contemporáneas, Trotta, Madrid, 2000; Rafael Ramón Guerrero: Filosofías árabe y judía, Síntesis, Madrid, 2001.
Del libro CIVILIZACION DEL ISLAM; Edición Elhame Shargh
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