Civilización del Islam

MEDICINA

Por: Ricardo H. S. Elía

«El conocía bien al viejo Esculapio y a Dioscórides, y también a Rufus, al viejo Hipócrates, a Haly y a Galeno; a Serapión, Razes y Avicena; a Averroes, Damasceno y Constantino...» (“Cuentos de Canterbury”, Cátedra, Madrid, 1997, p. 75).

Geoffrey Chaucer (1342-1400)

   El Sagrado Corán, al igual que los hadices (dichos y tradiciones), contiene una serie de aforismos médicos de orden general atribuidos al Profeta Muhammad. Tales sentencias no tardaron en ser reunidas y comentadas en varios tratados conocidos con el título genérico de «Medicina del Profeta». Asimismo, y como continuación de esa medicina profética, se desarrolló en el seno de la escuela shií duodecimana una tradición médica de los Doce Imames Impecables (Véase Islamic Medical Wisdom. The Tibb al-A’imma, Ansariyan Publications, Qum, 1995).

   Basados principalmente en las hierbas, la higiene, la dietética, las súplicas y las jaculatorias, esos aforismos y tradiciones otorgaron carta de nobleza a la medicina musulmana, que alcanzó un desarrollo y un grado de fiabilidad extraordinarios en todo el mundo islámico, gracias a una intensa investigación y a la enseñanza y la práctica dispensadas en una notable red de hospitales.

   Cuando entre 637 y 651 derribaron el Imperio persa de los sasánidas, los musulmanes árabes se apoderaron de Gundishapur, ciudad del sudoeste de Irán, sobre el río Karún. Hallándose en todo su apogeo, esta ciudad, que había sido fundada por los sasánidas a finales del siglo III, constituía a la sazón el principal centro científico y médico del Asia central. La escuela de medicina de Gundishapur había recibido las aportaciones de científicos y de filósofos cristianos expulsados de Edesa (actual Urfa, en Turquía) por los bizantinos en el siglo V, o llegados después de que Justiniano cerrara la Academia de Atenas (529). La escuela de Gundishapur entonces se encontró en la confluencia de las tradiciones médicas griegas y helenísticas, así como de las experiencias y teorías persas e hindúes (estas últimas importantes en el terreno de la farmacología), y con los inmensos conocimientos que atesoraba se dispuso a fecundar la investigación médica ya en el seno del Islam.

   Verdaderas «dinastías» de médicos nestorianos participaron en el Bagdad de los abbasíes en la construcción de hospitales y, sobre todo, en las traducciones, en primer lugar del griego, pero también del siríaco, del pahlaví persa y del sánscrito. Una empresa impulsada por los califas, quienes enviaron sendas misiones a Bizancio, comandadas por sabios cristianos y judíos, con el objeto de adquirir manuscritos, entre los cuales las obras médicas ocupaban un lugar primordial. El sabio cristiano de al-Hira y director de «La casa de la sabiduría», Hunain Ibn Ishaq (808-872), el más grande estos traductores, conocía el griego, el siríaco, el persa y el árabe, lengua en la cual tradujo, entre otros, los principales textos médicos de los griegos -un centenar de obras de Galeno, Hipócrates y Dioscórides-. Asimismo, escribió unas «Cuestiones de medicina» (bajo la forma de preguntas y respuestas), el «Tratado del ojo» y el «Libro de las drogas simples». Su hijo, Ishaq Ibn Hunain (m. 910) fue también médico y traductor. El traductor y matemático Tabit Ibn Qurrã (836-901), por su parte, escribió una reconocida obra médica, «El tesoro».

   A la antigua farmacopea, los musulmanes le añadieron ámbar gris, alcanfor, casia, clavos de especia, mercurio, mirra; e introdujeron nuevos preparados farmacéuticos: jarabes (sharáb en árabe), julepes (shulab), agua de rosas, etc. Los musulmanes establecieron las primeras farmacias y dispensarios, fundaron la primera escuela medieval de farmacia y escribieron grandes tratados de farmacología. Los médicos musulmanes siempre han sido entusiastas defensores del baño, especialmente en fiebres y en forma de baño de vapor. Sus instrucciones para el tratamiento de la viruela y el sarampión, apenas podrían mejorarse hoy en día.

   Los filósofos franceses Denis Diderot (1713-1784) y Jean Le Rond d’Alembert (1717-1783) insertaron esta mención sobre la civilización islámica en su gran Enciclopedia o «Diccionario razonado de las Ciencias, las Artes y los Oficios», vasta obra de 17 tomos que se finalizó en 1772, 21 años después de la aparición del primer volumen, y en la que participaron también eruditos como Buffon, Holbach, Montesquieu, Quesnay, Rosseau, Turgot, Voltaire, etc: «Los árboles florecen en Córdoba; los placeres refinados, la magnificencia, la galantería reinan en la corte de los reyes moros. Fueron tal vez esos árabes quienes inventaron los torneos y los combates a pie. Sus espectáculos y teatros, por burdos que fueran, demostraban que los demás pueblos eran aun menos cultos. Córdoba era el único país de Occidente donde se cultivaba la geometría, la astronomía, la química, la medicina. Sancho el Craso, rey de León, tuvo que ir a Córdoba en 956 a ponerse en manos de un médico árabe, que, en vez de aceptar la invitación real, exigió que el rey acudiera a verlo».

   No se equivocaba Geoffrey Chaucer, el padre de las letras inglesas, al destacar en su obra máxima los nombres de cuatro médicos musulmanes: Haly (Alí Ibn al-Abbás), Razes, Avicena y Averroes. Véase E. G. Browne: Arabian Medicine, Cambridge, 1921; Manfred Ullman: Islamic Medicine, Edinburgh University Press, Edinburgo, 1978.

HIGIENE

«Para que una ciudad esté preservada contra las influencias deletéreas de la atmósfera, es necesario levantarla en un lugar donde el aire es puro y no propenso a las enfermedades. Si el aire es inmóvil y de mala calidad, o sí la ciudad está situada en las inmediaciones de aguas corrompidas, de exhalaciones fétidas o de pantanos insalubres, la infección de las cercanías se introducirá allí prontamente y propagará las enfermedades entre todos los seres vivientes que esa ciudad encierra»

(Al-Muqaddimah, p. 617).

Ibn Jaldún (1332-1406)

   Un arabista francés, Gustav Lebon (1841-1931), hablando de la higiene de los musulmanes, dice que «No han desconocido éstos la importancia de ella, pues harto sabían que la higiene nos enseña los medios de preservarnos de las enfermedades que la medicina no sabe curar. Las prescripciones en el Corán, como, por ejemplo, frecuencia en las abluciones, prohibición del vino y preferencia dada en los países cálidos al régimen vegetal sobre el animal, son muy cuerdas, y nada hay que criticar en las recomendaciones higiénicas que se atribuyen al Profeta... Parece que los hospitales árabes se construían con unas condiciones higiénicas muy superiores a las de nuestros establecimientos modernos. Hacíanlos muy grandes, y dejaban circular abundantemente por ellos el aire y el agua. Habiéndose encargado a ar-Razí que escogiese el barrio más sano de Bagdad para construir un hospital, empleó el siguiente medio, que no rechazarían hoy los partidarios de las teorías sobre los microbios. Suspendió unos pedazos de carne en varios barrios de la ciudad, y declaró más sano aquél donde la carne tardó más en descomponerse» (G. Lebon: La civilización de los árabes, El Nilo, Buenos Aires, 1974, pp. 441-2).

   Numerosos especialistas han remarcado esta predilección musulmana por la higiene: «En la vida del musulmán las abluciones son una arraigada costumbre: cada vez que se toca algún objeto sucio, después de alguna secreción corporal, antes y después de las comidas, afectando a distintas partes del cuerpo, como manos, órganos genitales, boca, oídos, nariz... Ir al baño público, y procurarse una limpieza total, es obligado en ciertas ocasiones... y la purificación después de la menstruación o de las relaciones sexuales, habitual» (Martínez Montávez y Ruíz Bravo-Villasante: Europa Islámica. O. cit., pp. 166-8).

   Por otra parte, Américo Castro remarca lo siguiente: «Si poseyéramos un mapa de los pueblos con baño en la España medieval, tendríamos un dato importante para medir el área de la influencia musulmana. Pueblecitos de Castilla en donde muy pocos practicarán hoy el uso del baño en agua caliente, poseían baños públicos en el siglo XIII....Incluso un pueblo insignificante como Usagre (Badajoz), poseía su baño... En estos fueros suele mandarse que el dueño del baño provea a los bañistas de agua caliente, jabón y toallas...En 1567 tuvo lugar una solemne ceremonia y fueron derribados todos los baños que había en Granada. La gente olvidó la costumbre de lavarse en España lo mismo que en Europa» (A. Castro: España en su historia. Cristianos, moros y judíos, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1996, pp. 82-83).

   Por su parte, Philip K. Hitti en su History of the Arabs (Londres, 1937) dice que la Córdoba andalusí «tenía kilómetros de calles pavimentadas, con iluminación, para que la gente andase en la noche segura, mientras en Londres y París nadie que se aventurase en una noche lluviosa podría evitar hundirse en el barro, ¡y eso siete siglos después de que Córdoba estuviese pavimentada! Los hombres de Oxford mantenían por entonces que bañarse era una costumbre pagana, mientras los estudiantes de Córdoba se bañaban en lujosas termas públicas» (citado por Seied Muwtaba Musaví Larí: El Islam y la civilización occidental, OPCI, Qum, 1990, p. 188).

La peste negra y los médicos hispanomusulmanes

   La gran epidemia del siglo XIV, la «muerte negra», provocada por la peste bubónica, que se cobró las vidas de cien millones de personas entre 1347 y 1348 (la mayor catástrofe que registra la historia de la humanidad), dio la oportunidad a los médicos musulmanes españoles para emanciparse del prejuicio de ciertos teólogos de escasos conocimientos que consideraban la peste como un castigo divino y para determinar que se trataba de una plaga originada por el contagio.

   El profesor Ángel Blanco Rebollo del Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad de Barcelona explica los pormenores del fenómeno que conmocionó la Baja Edad Media: «La ciencia médica medieval, sorprendida ante una enfermedad que no se parecía en nada a cuanto conocía hasta entonces, buscó explicaciones de toda índole. Entre éstas, halló gran eco la que achacaba el mal a una alteración del aire, que se debía a una conjunción de los planetas. Así, el médico Guy de Chauliac (1300-1368) llegó a afirmar que la coincidencia de Saturno, Marte y Júpiter el 24 de marzo de 1345 había sido el factor principal para desencadenar la gran epidemia... Como cabe suponer, la época fue testigo de una notoria proliferación de tratados y remedios para combatir la peste. Entre ellos, debido a su carácter riguroso, merecen destacarse las obras de tres médicos hispanomusulmanes que describieron con todo lujo de detalles la epidemia de 1348 y los posibles remedios a seguir: «Descripción de la peste y medios para evitarla en lo sucesivo», de Ibn Játima, que por las respuestas que ofrece sobre la génesis, desarrollo y tratamiento de la enfermedad quizá puede considerarse como la obra más completa y acertada de su tiempo; «Información exacta acerca de la epidemia», de Al Saquri, de la cual se conserva un excelente resumen en El Escorial que lleva por título «El buen consejo»; y por último «El libro que satisface al que pregunta sobre la terrible enfermedad», de Ibn al-Jatib, tratado que versa acerca de la idea del contagio» (Ángel Blanco: La peste negra, Anaya, Madrid, 1990, p. 36).

   Efectivamente, el célebre estadista, historiador y médico Ibn al-Jatib de Granada (ver aparte), describe en su famoso tratado de higiene algunas de las causas del contagio: «La existencia del contagio está determinada por la experiencia, el estudio y la evidencia de los sentidos, por la prueba fidedigna de propagación por medio de los vestidos, vasos, pendientes; se transmite por las personas de una casa determinada, por la contaminación producida en las aguas de un puerto a la llegada de personas procedentes de países infectados..., por la inmunidad en que se hallan los individuos aislados y... las tribus nómadas beduinas de África. Debe sentarse el principio de que cualquier prueba originada por la tradición debe ser modificada cuando está en contradicción manifiesta con la evidencia percibida por los sentidos» (Ibn al-Jatib: Kitab al-Wusul li-hifz al-sihha fi-l-fusul “Libro del cuidado de la salud durante las estaciones del año” o “Libro de Higiene”, trad. cast. M.C. Vázquez de Benito, Edic. Universidad de Salamanca, Salamanca, 1984). Esta aguda observación de Ibn al-Jatib constituía una afirmación sensata y clarividente del Islam revolucionario en tiempos de intransigencia ortodoxa.

   El médico andalusí Abu Yafar Muhammad Ibn Alí Ibn Játima (1323-1369?) —que fue amigo y corresponsal de Ibn al-Jatib—, escribió un libro sobre la epidemia de peste bubónica que asoló a la provincia de Almería entre los años 1348-1349. Este tratado es infinitamente superior a las numerosas obras sobre epidemias publicadas en Europa entre los siglos XIV y XVI. Dice Ibn Játima: «El resultado de mi larga experiencia es que si una persona se pone en contacto con un paciente inmediatamente se ve atacada por la epidemia y experimenta los mismos síntomas. Si el primer paciente expectora sangre, el segundo le sucede igual... Si al primero se le presentan bubas, el segundo aparece con ellas en los mismos sitios. Si el primero tiene una úlcera, al segundo se le presenta también; y este segundo paciente a su vez transmite la enfermedad». Dice Blanco que Ibn Játima «recomendaba asimismo no tocar ni la ropa ni los objetos cotidianos del paciente, ya que podrían estar apestados, recomendación que se veía fuertemente acrediatad por su experiencia en el zoco almeriense, y en especial el barrio de compraventa de ropa usada, donde la mortalidad fue muy superior a la que soportaron otros lugares de la ciudad. Con esta observación, el médico musulmán se adelantaba en muchos años a las modernas teorías sobre el contagio de las enfermedades infecciosas» (Ángel Blanco: La peste negra. O. cit., pp. 30-31).

   Para apreciar la capacidad de estos facultativos musulmanes hay que tener presente que la doctrina de las enfermedades contagiosas no está tratada por los médicos griegos y romanos y pasó casi desapercibida para la mayoría de los escritores de medicina medievales.

   El investigador Blanco nos señala los orígenes de la plaga y otros detalles significativos: «Hoy sabemos que la peste, enfermedad infecciosa que afecta al hombre y a los roedores, se transmite de roedor en roedor y de éstos al hombre por medio de la pulga. La rata negra, portadora de la enfermedad, llegó a Europa en el siglo XIV y desplazó a la rata común europea, que no la padecía. Así comenzó la tragedia...Hoy está comúnmente aceptado que la epidemia siguió el curso de las caravanas que recorrían el Asia Central en dirección al Mar Negro. El origen podríamos localizarlo en el sureste de China, en la región de Yunnan, de donde los mogoles la importaron en 1253. Aproximadamente entre 1338-39 hizo su aparición en las proximidades del lago Issik-kul, en Rusia. A partir de aquí, y acompañando probablemente el desplazamiento de los ejércitos, la peste comenzó a moverse con gran rapidez. Entre 1346 y 47 estaba ya en Crimea, entrando en contacto con los circuitos económicos controlados por los genoveses e irrumpiendo bruscamente en la región mediterránea» (Ángel Blanco: La peste negra. O. cit., pp.87 y 81).

   Fenómenos climatológicos sumados a las alienantes condiciones de vida de la Europa medieval conspiraron para que la tragedia se convirtiera en una catástrofe colosal. Por ejemplo, desde principios del siglo XIV Europa sufrió una ola invernal —conocida como pequeña «Edad Glaciar»— que mató el ganado, congeló mares como el Báltico en 1303 y 1307 y forzó a las gentes a hacinarse para darse calor con las lógicas consecuencias de falta de higiene, promiscuidad y enfermedades: «Respecto al vestuario de las gentes, se reducía a unos pocos e insuficientes harapos o a gruesos y sucios tabardos que servían de refugio a parásitos de todo tipo y se convertían en la causa frecuente de muchos contagios. En el campo, los animales de labor compartían el lecho de sus mismos propietarios, que aprovechaban así su calor natural, pero que eran fuente constante de infecciones. El aspecto exterior de las ciudades resultaba también desconsolador. Las calles, sin pavimentar, eran estrechas, carecían de alcantarillado y estaban mal aireadas... Las ratas negras merodeando impunemente por las calles inmundas, llenas de desperdicios, constituían una estampa concluyente de la existencia cotidiana en la Edad Media» (Ángel Blanco: La peste negra. O. cit., pp. 22-23).

   Un historiador británico agrega otros detalles no menos reveladores: «Las grandes casas solariegas —a menudo llenas de gentes y en ínfimas condiciones sanitarias— no resultaban mucho mejores que las cabañas de los campesinos; por otra parte, la dieta de las clases altas (mucha carne y mucho vino) no era mucho más sana que la de los labriegos (vegetales, cerveza o vino flojo)» (J.C. Russell: That Earlier Plague, Demography, 5, Londres, 1968).

   El principal cronista de la época, el monje carmelita Jean de Venette (1308-1369), nos habla de los efectos fulminantes de la peste: «El que hoy estaba sano, mañana estaba muerto y enterrado. Tenían de repente bubones en las axilas, y la aparición de estas bubas era signo infalible de muerte».

   El flagelo de las vicisitudes que produjo la Peste Negra caló hondo en la cultura europea. El humanista italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375) describe los efectos de la peste en Florencia en el principio de su obra máxima, el «Decamerón» (1353). Igualmente, los pintores flamencos Hieronymus Bosch «El Bosco» (1450-1516), Pieter Brueghel «El Viejo» (1528-1569) y su hijo, Pieter Brueghel «El Joven» (1564-1638), plasmaron con incomparable maestría una patética serie de pinturas que describen con gran realismo las convulsiones sociales de la Baja Edad Media durante la época de la peste: como la relajación de costumbres, la hipocresía del clero, la superstición y la ignorancia de los laicos, los crímenes y los excesos de los poderosos, etc.

   Sería recién a fines del siglo XIX cuando el misterio de lo que causa la peste bubónica (del griego bubón: bulto, tumor, que se produce en las zonas ganglionares del cuerpo) sería desvelado: simultáneamente, el microbiólogo suizo Alexandre-Emile Yersin (1863-1943) y el bacteriólogo japonés Shibasaburu Kitisato (1852-1931) descubrirían el bacilo que la produce, —llamado Pasteurella pestis— durante un brote epidémico en Hong-Kong en 1894.

   Véase Henry Sigerist: Civilization and Disease, University of Chicago Press, Chicago, 1943; Philip Ziegler: The Black Death, Harper & Row, Nueva York, 1969; G.A. Hodget: Historia social y económica de la Europa medieval, Alianza, Madrid, 1974; Henri Pirenne: Las ciudades medievales, Alianza, Madrid, 1975; J.N. Biraben: Les hommes et la Peste, 2 vols., Mouton, La Haya, 1975; William Mc Neill: Plagues and Peoples, Doubleday, Nueva York, 1976; E. Mitre, P. Azcarate y A. Arraz: Catástrofes medievales, Cuadernos Historia 16, nº 120, Madrid, 1985; J. Valdeón: La Baja Edad Media, Anaya, Madrid, 1987; Robert S. Gottfried: La muerte negra, FCE, México, 1989.

HOSPITALES

«He ordenado la construcción del hospital como señal de amplia compasión para con los enfermos pobres musulmanes».

Muhammad V, sultán de Granada.

   El primer hospital (en árabe maristán) más famoso del Islam fue el fundado en Damasco en 707; cien años después contaba con veinticuatro médicos. La enseñanza médica se daba principalmente en los hospitales. En 931 había 860 médicos titulados en Bagdad.

   Entre los hospitales cuya construcción está históricamente comprobada, el primero fue el que se erigió en Bagdad hacia 800 bajo la dirección del gran médico nestorianoYibril Ibn Bajtishu. Este hospital tomó como modelo la brillante y cosmopolita academia médica de Gundishapur.

   A partir del siglo IX, las ciudades de todo el mundo musulmán, desde Asia central a al-Ándalus, se dotaron de instituciones similares. En cada hospital había un equipo de médicos y cirujanos —algunos de ellos especialistas—, así como personal de ambos sexos (los pacientes femeninos y masculinos estaban separados). Distintos departamentos atendían los casos de medicina interna, cirugía, oftalmología y ortopedia. Además, cada hospital importante contaba con una administración (se llegaron a redactar tratados sobre la buena administración de los centros hospitalarios), un dispensario, una farmacia —donde se preparaban las recetas médicas—, varios almacenes, una mezquita y, con frecuencia, una biblioteca especializada. Los maestros, como por ejemplo el gran ar-Razí, dispensaban a los estudiantes una enseñanza teórica y práctica, basada en la observación clínica y sancionada por la redacción de una tesis y la obtención de un diploma que permitía ejercer la medicina, tras haber pronunciado el juramento de Hipócrates.

   En El Cairo, el primer hospital fundado por Ahmad Ibn Tulún (835-884) —el primero de los cinco tuluníes que gobernaron entre 868 y 905— hacia 872, existía todavía en el siglo XV y otros establecimientos sanitarios fueron localizados allí posteriormente.

   En el siglo XII, el maristán de Damasco de Nuruddín Ibn Imaduddín Zenguí (1118-1174), sultán de Siria y Egipto, era uno de los más grandes de la época, y el hospital al-Mansurí, fundado en 1284 por el sultán mameluco Saifuddín Qala’ûn al-Alfí (gobernante entre 1279-1290) en El Cairo -todavía conservado en parte-, podía albergar a ocho mil pacientes de ambos sexos.

   Los más famosos hospitales de al-Ándalus son los de la Granada nazarí. En el último reducto del Islam en Europa, había por lo menos dos maristanes y una casa cuna a mediados del siglo XIV. Uno de ellos fue fundado por el sultán Muhammad V (m. 1391) en 1365 y englobaba también un hospicio o casa de alienados. Según Ibn al-Jatib (ver aparte), este maristán aventajaba al hospital al-Mansurí de El Cairo, hospital modélico según todas las referencias. En 1496, por orden de los reyes Católicos Isabel y Fernando, se expulsa a los enfermos del mismo y se instala en el edificio una «ceca» o Casa de la Moneda. La sólida estructura llegó en perfecto estado hasta el año 1843 cuando fue lamentablemente demolida.

   En este nosocomio se empleaban técnicas novedosas, como la musicoterapia (apelando al murmullo del agua de las fuentes o a suaves melodías ejecutadas con el laúd, el qanún o la flauta de caña) para curar a los perturbados mentales, algo bastante distinto a la idiosincracia occidental que, incluso hoy día, a las puertas del siglo XXI, todavía apela a métodos psiquiátricos como el electroshock, chalecos de fuerza, el uso de fármacos nocivos en las “curas de sueño”, la lobotomía, etc., o a interminables y costosas secciones de psicoterapia con bastantes magros resultados: «Al igual que en el resto del mundo islámico, los locos, de no ser peligrosos, quedaban en libertad y no eran importunados nunca» (Fernando Díaz-Plaja: La vida cotidiana en la España musulmana, Edaf, Madrid, 1993, p. 336). Actualmente, el maristán que está cerca de Jan el Jalili en El Cairo emplea la música y el ruido del agua para curar a los dementes.

Pioneros de la medicina moderna

   Los musulmanes superaron rápidamente a sus maestros. El gobierno califal, que difundió copias de los manuscritos por todo el mundo islámico (Egipto, Siria, Magreb, al-Ándalus), supervisaba la práctica médica y paramédica de cirujanos, ortopedistas, oculistas, veterinarios, perfumistas (por los cadáveres), fabricantes de jarabes, boticarios y droguistas. Se publicaban manuales de clínica y la construcción de hospitales se extendió desde Irak a todo el mundo islámico.

   Establecido en Bagdad, el médico y traductor iraní Alí Ibn Rabbãn at-Tabarí (m. 850) —no confundirlo con el historiador at-Tabarí (839-923)—, redactó el primer tratado médico completo en árabe, el «Libro de la sabiduría», en el que abordó todas las ramas de la medicina de entonces. En Egipto, donde fue notable la extensión de hospitales y bibliotecas, eran especialmente frecuentes las enfermedades oculares (y ello hasta el siglo XX); esto explica que Ibn Alí al-Mausilí escribiera para los fatimíes su «Libro sobre el tratamiento de las enfermedades del ojo», que fue una obra de referencia en Europa hasta el siglo XVIII.

   El médico y filósofo judío Abu al-Barakat Hibat Allah Ibn Malká al-Bagdadí Awhad al-Zamán (1096-1170), de quien sabemos algo gracias al viajero judeo-andalusí Benjamín de Tudela (ver aparte), se convirtió al Islam en sus últimos años (entre 1160 y 1170) y es autor del Kitab al-Mu’tabar («Libro de lo que ha sido establecido por reflexiones personales»).

   Las invasiones mongolas en los siglos XIII-XIV no impidieron que la medicina —la veterinaria incluida— conociera un brillante período (¡gracias al mecenazgo de los mongoles islamizados!) tal como patentiza en particular el médico, político e historiador persa Rashíd al-Din (ver aparte), que promovió la construcción de hospitales en Tabriz y fue médico personal del ilján mongol shií Ulwaitú, que gobernó Irán entre 1304 y 1316.

   El «renacimiento safaví» incidió también en la renovación de la medicina mediante obras como «La quintaesencia de la experiencia» (clínica), —en árabe, Julasat al-tayarib—, de Muhammad Husaini Nurbajshí (m. 1507), conocido como Baha ud-Daula.

   Entre otros notables facultativos safavíes pueden mencionarse a Hakim Muhammad (siglo XVII), tempranamente un oficial en el ejército otomano que escribió el «Tesoro Perfecto» (Dhajira-ie kamilah), el cual es el único tratado de cirugía de la época safávida, a Sultan Alí Gunadí y su Dastur al-ilay (“Reglas de tratamiento”, a Kamaluddín Husaini de Mahán que redactó el Risalah dar tiriaq (“Tratado sobre la triaca”), y a Mir Muhammad Zamán, que compuso el Tuhfat al-mu’minim (“Regalo para los creyentes”), que trata tantos temas médicos como farmacológicos.

   En la medida que la sífilis se expandía por el Irán del siglo XVII, importada por los viajeros extranjeros, especialmente franceses, es importante señalar el tratamiento aconsejado por un médico como Imaduddín para combatir el flagelo, a lo que los persas llamaban «fuego franco» (atishak-e faranyi). La enfermedad fue primeramente observada por Baha ud-Daula, pero el tratamiento curativo fue llevado a cabo por Imaduddín. Su autoridad en la materia fue tan acabada, que incluso hoy día se continúa aplicando este tratamiento en algunas regiones de Irán y de la India.

La medicina islámica persa se difundió en la India desde el siglo XIV con la “Anatomía ilustrada” (1326) de Muhammad Ibn Ahmad Ilias. Ya en el siglo XV, Mansur Ibn Faqih Ilias escribió un famoso tratado de anatomía en persa, el Tashrih-e Mansurí (“La anatomía de Mansur”), dedicado al príncipe musulmán indio Pir Muhammad Bahadur Jan. Ain al-Mulk de Shiraz, dedicó su «Vocabulario de las drogas» (al-Alfaz al-adwiya) al soberano mogol Shah Yahán; del mismo modo ostenta el nombre de un príncipe mogol la obra Tibb-e Dara Shikohi (“Medicina de Dara Shikoh”), última gran enciclopedia médica musulmana. Dara Shikoh (1615-1659), hijo de Shah Yahán, fue un erudito que intentó conciliar las filosofías y místicas del Islam y el Hinduismo.

   El primer gran médico otomano fue Hayyí Bashá Jidr al-Ayidiní(siglo XV), que vivió en El Cairo y escribió el Kitab shifá al-asqam wa dawa al-alam (“Libro de la curación de la enfermedad y del remedio de las penas”).

 Otro gran facultativo otomano fue Muhamad al-Qausuní (siglo XVI), médico de los sultanes Suleimán I el Magnífico (1494-1566) y Selim II (1524-1574), que redactó un tratado sobre las hemorroides llamado Kitab zad al-masir fi ‘ilay al-bawasir (“Libro de la Provisión para la Curación de las Hemorroides”). En el siglo XVII sobresalió Salih Ibn Sallum, médico de Murad IV (1612-1640), que estudió la obra del controvertido médico y alquimista suizo Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim, llamado Paracelso (1493-1541).

   El primer tratado otomano sobre la sífilis fue presentado al sultán Mehmed IV en 1655, basado en un famoso trabajo de Girolamo de Verona (1483-1553), con algunos préstamos de las investigaciones de Jean Fernel (1497-1558) sobre el tratamiento de esta enfermedad. Sin embargo, como fácilmente se puede comprobar, la medicina otomana estaba atrasada sobre éste y otros temas en más de un siglo con respecto a la de los europeos.

   En el imperio otomano junto a los facultativos musulmanes se destacaron griegos como Panagiotis Nicussias (m. 1673), graduado en la Universidad de Padua, y Alexandros Mavrocordátos —no confundirlo con el patriota homónimo de la independencia helénica que vivió entre 1791-1865—, y el cretense convertido al Islam Nuh Ibn Abdulmennan.

Médicos judíos al servicio del Islam

   También numerosos médicos judíos, aportaron conocimiento y experiencias a los musulmanes otomanos, como es el caso de Manuel Brudo, llamado a veces Brudus Lusitanus, «Brudo el Lusitano», un criptojudío portugués que escapó de Portugal en 1530 y al llegar a Estambul pudo practicar el judaísmo con entera libertad. Moshé Hamón y Musa valinus al-Israilí (Moisés, el Galeno judío) fueron dos eminentes médicos judíos que se destacaron en la época del sultán Suleimán el Magnífico.

   Hayatizadeh Feizí (m. 1691), famoso por sus obras médicas escritas en turco basadas en fuentes occidentales, fue un judío converso al Islam que fue el jefe de los médicos de la corte otomana bajo el gobierno de los sultanes Muhammad IV (1648-87) y Suleimán Ibrahim II (1687-1691).

Razes

   La figura sobresaliente en esta humana dinastía de sanadores fue Abu Bakr Muhammad Ibn Zakariyya ar-Razi (865-925), famoso en Europa con el nombre de Razes. Como la mayor parte de los principales científicos y filósofos de su tiempo, era un persa que escribía en árabe. Nacido en Rei (la antigua Ragha), a unos ocho kilómetros del Teherán de nuestros días, estudió química, alquimia y medicina en Bagdad y escribió 237 libros, la mitad de medicina, de los cuales sólo 37 han sido recuperados. Su Kitab al-Hawi (Libro enciclopédico) trataba en veinte tomos todas las ramas de la medicina y todos los conocimientos de la medicina griega, siria y árabe antigua. Traducido al latín con el título de Liber continents, fue probablemente el libro de medicina más respetado y empleado con frecuencia en el mundo europeo durante varios siglos; era uno de los nueve libros —otro era el Canon de Avicena— que componían toda la biblioteca de la Facultad de Medicina de la Universidad de París en 1395.

   Su monografía «Sobre la viruela y la escarlatina» (Kitab al-gadari wa al-hasba) puede considerarse como la primera descripción clásica de la viruela. Sus numerosas invenciones, el alcohol y el ácido sulfúrico por ejemplo, transformaron la ciencia química.

   La más famosa de las obras de ar-Razi fue una exposición, en diez volúmenes, de la ciencia médica, el Kitab al-Mansurí (“Libro para Almansur”), dedicado a un príncipe del Jorasán. Gerardo de Cremona (1114-1187) tradujo al latín; el tomo noveno de esta traducción, el Nonus Almansoris, que fue un texto popular en las universidades europeas hasta el siglo XVI.

   Ar-Razi introdujo nuevos remedios, como el ünguento mercurial, y el empleo del hilo de tripa en las suturas. Algunas de sus obras más breves muestran un amable aspecto de su carácter: una de ellas trataba «De cómo aun médicos expertos no pueden curar todas las enfermedades»; otra se titulaba: «Por qué ignorantes médicos, legos y mujeres tienen más éxito que sabios doctores en medicina».

Cuando se le solicitó a ar-Razí la construcción de un hospital (nosocomio desconocido absolutamente en la Europa cristiana) sucedió algo inimaginable a principios del siglo IX. El arabista francés Gustav Lebon (1841-1931), se encarga de narrarlo: «Parece que los hospitales árabes se construían con unas condiciones higiénicas muy superiores a las de nuestros establecimientos modernos. Hacíanlos muy grandes, y dejaban circular abundantemente por ellos el aire y el agua. Habiéndose encargado a ar-Razí que escogiese el barrio más sano de Bagdad para construir un hospital, empleó el siguiente medio, que no rechazarían hoy los partidarios de las teorías sobre los microbios. Suspendió unos pedazos de carne en varios barrios de la ciudad, y declaró más sano aquél donde la carne tardó más en descomponerse»1.

Ar-Razí fue el primero en introducir el uso del alcohol (árabe al-Kuhl) para propósitos medicinales. Pero principalmente ar-Razí hizo contribuciones en ginecología, obstetricia y cirugía oftalmológica. No es una casualidad, por cierto, que un retrato de ar-Razí adorne actualmente el gran hall de la Facultad de Medicina de la Universidad de París.

   Ar-Razi declara que el progreso científico sólo es posible si se sigue la huella de los antiguos, porque «el más reciente se beneficia con las adquisiciones de sus predecesores, a las que agrega su estudio personal».

   Aunque ar-Razí es más conocido por sus obras sobre ciencias naturales, fue también un librepensador y una importante figura filosófica, aún más radical que al-Kindí en su adhesión al racionalismo2. Se dijo que su sistema metafísico era antiprofético en cuanto minimizaba la importancia de la revelación. Por el contrario, ar-Razí afirmaba: «Dios creó al hombre y le confirió una parte de Su razón, permitiendo de ese modo al hombre comprender el universo material...»

   «Se dice que fue un médico extraordinariamente considerado que cuidó de todos sus pacientes, fueran ricos o pobres. Aunque al-Razi es más conocido por sus obras sobre ciencias naturales, fue también un librepensador y una importante figura filosófica, aún más radical que al-Kindi en su adhesión al racionalismo griego. Se dijo que sus sistema metafísico era antiprofético en cuanto minimizaba la importancia de la revelación. Por el contrario, —afirmaba—, Dios creó al hombre y le confirió una parte de Su razón, permitiendo de ese modo al hombre comprender el universo material... Ciertamente, el poco convencional punto de vista de al-Razi sobre la religión no le granjeó las simpatías de todos los musulmanes... Incluso al-Biruni —posiblemente para tratar de agradar a su mecenas, que era ortodoxo —denunció abiertamente al-Razi y atribuyó su ceguera a un castigo divino. En realidad, se dice que dicha ceguera fue el resultado del castigo que le infligió un emir, miembro de la conservadora familia Mansur, de Bujará. Este enfurecido emir ordenó que al-Razi fuera golpeado en la cabeza con su libro, hasta que el libro o su cabeza se rompieran. Acto seguido, al-Razi perdió la vista, así como la alegría de vivir. Cuando un oculista le sugirió la cirugía correctiva, al-Razi le respondió: “Ya he visto bastante de este mundo, y no me seduce la idea de una operación con la esperanza de ver más de él”. Poco después moriría» (Pervez Hoodbhoy: El Islam y la ciencia. razón científica y ortodoxia religiosa, Biblioteca del Islam Contemporáneo, Bellaterra, Barcelona, 1998).

Al-Israilí

   Abu Yaqub Ishaq Ibn Suleimán al-Israilí (855-955), fue un célebre oculista y filósofo judío nacido en Egipto que ejerció en la ciudad de Qairuán, la capital de Ifriqiyya (Tunicia y Argelia oriental); sus libros sobre los elementos, las fiebres y la orina se tradujeron al latín en la Edad Media (con el nombre de Isaac Judaeus), al igual que su obra «Particularidades de la dieta». En cambio, su «Guía del médico», redactada en árabe, se ha conservado gracias a su traducción al hebreo.

   El nombre de al-Israilí se ha vinculado al de Haly Abbás (ver más adelante) debido a que el traductor Constantino el Áfricano (siglo XI) atribuyó erróneamente a al-Israilí algunos textos que eran originales de ese médico iraní. Entre las auténticas contribuciones de al-Israilí —aparte de las ya mencionadas— se encuentra una colección de aforismos en hebreo, algunos de los cuales se inspiraban en las ideas de Razes. Los siguientes son un ejemplo significativo: «Si puedes curar al paciente valiéndote de una dieta, no recurras a los medicamentos». «No confíes en las panaceas, porque casi siempre son fruto de la ignorancia y la superstición». «Debes procurar que el paciente tenga fe en su curación, incluso aunque tú no estés seguro de ella, porque así favoreces la fuerza sanadora de la Naturaleza».

Haly Abbás

   Alí Ibn al-Abbás al-Mayusí (m. 994), el Haly Abbás de los latinos, era un médico persa, nacido en Ahwaz (hoy capital de la provincia iraní del Juzistán). El sobrenombre de al-Mayusí («el mago») indica que su padre o su abuelo eran zoroastrianos (a los miembros de esta antigua creencia se los llamaba magos, de allí la historia de los «Tres Reyes Magos» persas). Miembro de la escuela shií, vivió en Bagdad bajo la protección del buyí Adud al-Daula (936-983).

   El Kitab al-maliki («Libro real» o Liber regius, como lo llamaron los latinos), su trabajo principal, se lo dedicó a su mecenas y lleva como subtítulo Kamil al-sina’a al-tibbiyya («lo perfecto del arte médico»). Se divide en veinte maqalat («discursos»), de los cuales los diez primeros consideran la teoría y los restantes la práctica.

   Un aspecto interesantísimo de esta obra casi desconocida fuera del ámbito de la investigación, es que en los tres primeros capítulos del primer discurso Alí Ibn al-Abbás, al considerar en general a la medicina y a los médicos, menciona y analiza críticamente muchos autores y obras del mundo helénico y musulmán, dando sobre todos un juicio sintético. Entre los distintos facultativos cita a Hipócrates (460-377 a.C.), que estima demasiado conciso, a Claudio Galeno (131-200), que en cambio le parece excesivamente extenso, a Oribasius de Pérgamo (325-400) —que descubrió las glándulas salivares y fue médico personal del emperador romano Juliano el Apóstata (331-363)—, y a Pablo de Egina (625-690) —cirujano y autor de la enciclopedia Epitomae medicae libri septem—, quienes según él dice, han tratado de una manera insuficiente la anatomía, la cirugía, la filosofía natural, la patología humoral y la etiología; en cuanto al médico cristiano sirio Iahia Ibn Serafiún (segunda mitad del siglo IX), el Serapion de los latinos, según Alí Ibn al-Abbás, ignora la cirugía y no habla de enfermedades importantes. Finalmente, se ocupa ampliamente y con admiración de ar-Razí, y lo categoriza como el primer gran médico del Islam.

Avicena

   En la escuela de medicina de la Universidad de París, en el siglo XIV, había dos retratos de médicos musulmanes: «Razes» y «Avicena». El Islam conoce a uno de sus filósofos más grandes y médicos más famosos con el nombre de Abu Alí al-Husain Ibn Siná (980-1037). «A la edad de diez años -dice el historiador Ibn Jalikán- conocía perfectamente el Corán y la literatura en general, y había obtenido cierto grado de información en teología, aritmética y álgebra».Avicena reunió, juntamente con el legado de los conocimientos de la medicina griega, las aportaciones hechas por los musulmanes en su gigantesco «Canon de Medicina» (al-Qanun fi-l-Tibb), que constituye la obra maestra culminante de la sistematización islámica. Esta enciclopedia, que fue traducida al latín por Gerardo de Cremona, comentada en París por Jean Des Parts al final del siglo XIV, publicada por primera vez en Nápoles en 1491 y considerada indispensable en las universidades europeas hasta el siglo XVII, trata de medicina general, de medicamentos, de enfermedades que afectan a todas las partes del cuerpo, de la cabeza a los pies, de patología especial y de farmacopea. Fue editado quince veces en latín y una en hebreo.

   El Canon es una obra monumental, muy ambiciosa, no exenta de dogmatismo, y, en definitiva, erigida sobre un saber enciclopédico más que inspirada en ideas personales. En este sentido la obra de ar-Razi es mucho más original. Avicena logró una síntesis razonable entre las obras de Hipócrates y de Galeno, aunque en algunos casos particulares vemos que la descripción de la denominada filariosis de Medina está conseguida, así como también la de la pleuritis simple, en donde claramente distingue la fiebre continua, el dolor pungitivo de costado, la aceleración de los movimientos respiratorios, etc. En el terreno empírico son también dignas de destacarse las descripciones de la diabetes, las distintas clases de ictericia que distingue (sin por supuesto llegar a ninguna conclusión definitiva), las causas posibles de la ciática y, en fin, el papel de las ratas en la transmisión de la peste.

   Avicena distinguió 15 tipos de enfermedades y prescribió 760 remedios. Asimismo, identificó la tuberculosis, la meningitis y otras inflamaciones, e investigó las dolencias neurológicas. Eximio cirujano, diseñó óptimo instrumental quirúrgico.

   Para finalizar es preciso mencionar también su Uryūza fi-l-Tibb (‘Poema sobre la medicina’), que consta de 1313 versos de carácter didáctico. En este libro Avicena, con el claro estilo expositivo que le caracteriza, considera que la medicina teórica consiste en que el alumno aprenda la antropología y la sociología, por medio de las cuales se construirán la morfología y la patología. como arte práctico la medicina enseñaba la intervención activa mediante el bisturí, con la medicación y, sobre todo, con el consejo dietético. Como toda la contribución de Avicena, considerada como excepcional a lo largo de los siglos, esta obra tuvo una enorme difusión.

   Con Avicena «el príncipe de los médicos», la Medicina Islámica alcanzó su cenit en Oriente. desde aquella época, la tumba del gran médico y filósofo en Hamadán (Irán) es objeto de piadosa veneración.

   Véase Hirschberg y Lippert: Die Augenheilkunde des Ibn Sina, Leipzig, 1902; P. De Koning: Avicenne. Livre Premier du Canon, París, 1903; Holmyard y Mandeville: Avicennae de Congelatione et Conglutinatione Lapidum, París, 1927; O.C. Grunter: A Treatise on the Canon of Medicine of Avicenna. Incorporating a translation of the first book, Londres, 1930.

Ibn al-Yazzãr

   Abu Ya’far Ahmad Ibn Ibrahim Ibn Abi Jalid al-Yazzãr (931-1009), fue un médico oriundo de Qairuán (Tunicia) y discípulo de Abu Yaqub Ishaq Ibn Suleiman al-Israilí (855-955), el famoso filósofo y oculista judío. Ibn al-Ÿazzar, el Algizar de los latinos, es autor de una obra médica monumental, el Zad al-musafir, que fue traducida al latín con el nombre de Viaticum peregrinantis por el monje viajero Constantino el Áfricano (1015-1087) de la abadía de Montecassino.

   Tal vez el más completo vademécum de la medicina medieval, el Zad al-musafir consiste de siete libros y abarca las distintas enfermedades y sus tratamientos en una forma concisa. Contiene valiosas anotaciones, algunas desconocidas provenientes de médicos y filósofos como Aristóteles, Rufus, Galeno, Polemón, Qusta Ibn Luqa, Ishaq Ibn Imran e Ishaq Ibn Suleiman al-Israilí. Fue el principal libro de referencia en la Europa cristiana medieval y largamente utilizado en las escuelas de medicina (Salerno y Montpellier), y en las universidades (Bolonia, París, Oxford).

   El Libro VI trata sobre las enfermedades venéreas que afectan a hombres y mujeres, y es de radical importancia para la historia de la sexualidad, tanto que influyó definitivamente en la composición de un tratado de obstetricia producido por la escuela salernitana, llamado, el Cum Actuor, cuya autora posible —se dice— es la legendaria médica llamada Trótula. El científico e investigador Gerrit Bos del Wellcome Institute for the History of Medicine de Londres ha publicado recientemente la obra erudita Ibn al-Jazzar on Sexual Diseases. A Critical Edition and Translation of Book Six of Zad al-musafir (E.J. Brill, Leiden, 1995).

Abulcasis

   Uno de los médicos andalusíes más famosos es Abu-l-Qásim al-Zahrawí (936-1013), latinizado Abulcasis. Fue uno de los más grandes cirujanos del Islam y uno de los más importantes de la Europa medieval. Abulcasis fue fìsico en la corte de al-Hakam. Su celebridad radica en su Kitab al-tasrif fi liman ayaz ‘an al-ta’alif (“Libro de la ayuda para quien carece de habilidad para usar voluminosos tratados”). En el libro se incluye una detallada sección quirúrgica, la primera de su clase, que resume el conocimiento quirúrgico de su tiempo. Este apartado fue traducido primero en latín por el incansable Gerardo de Cremona, y luego se vertió al provenzal y al hebreo. A mediados del siglo XIV un famoso cirujano francés lo incorporó a su libro. Tuvo muchas ediciones, entre las que se cuentan una de Venecia (1497), otra de Basilea (1541), y la tercera de Oxford (1778). Durante siglos el libro de Abulcasis ha sido texto obligado en las escuelas de medicina de Salerno, Lovaina y Montpellier.

   Abulcasis trató por primera vez o puso énfasis especial en la cauterización de las heridas y describió la formación de cálculos en la vejiga. También publicó la necesidad de la disección y la vivisección. Aspecto destacable del libro del facultativo andalusí eran las ilustraciones de los instrumentos usados por el autor, que sirvieron de modelo en Asia y Europa.

Ibn Ridwãn

   Abul-l-Hasan Ali Ibn Ibn Ridwãn al-Misri (998-c.1061) fue un médico egipcio al servicio del califa fatimí al-Mustansir (g. 1036-1094). Se ocupó principalmente de cuestiones de higiene, sobre las que sostuvo una larga controversia con Ibn Butlãn. Es autor de Al-nãfi fi kayfiyyãt ta‘lim sinã‘at al-tibb, que es un comentario a la ars parva galénica. Gerardo de Cremona lo tradujo al latín y gozó de una enorme difusión, aunque en realidad era una simple recopilación de las fuentes antiguas.

Ibn Butlãn

   Abul-l-Hasan al-Mujtãr Ibn Abdūn Ibn Butlãn (m. 1066), conocido en Occidente como Elluchasen Elimithar, fue un cristiano nestoriano que ejerció la medicina en Bagdad alrededor del año 1049 y escribió el Taqwin al-sihha fi-l-asbãb al-sitta, sobre dietética e higiene, que se basa en las «seis cosas no naturales» introducidas por Hunayn Ibn Ishãq en la medicina árabe. La obra posee el mérito de inaugurar un nuevo método de exposición. Se hace referencia al sistema de tablas sinópticas, que se puso muy de moda, dando lugar en Occidente al género de los tacuinas sanitatis. Como ejemplo del mismo género se puede citar el Taqwin al-abdãn fi tadbir al-insãn, que en cuarenta y cuatro tablas describe el remedio contra trescientas cincuenta y dos enfermedades; su autor es Abu Ali Yahya Ibn Isa Yazla, médico cristiano residente en Bagdad que se convirtió al Islam y murió alrededor del año 1100.

Avenzoar

   Ibn Zuhr, latinizado Avenzoar (1095-1161), andalusí nacido en Sevilla, que residió un tiempo en El Cairo, escribió el Kitab al-taysir fi ad-madawat wa-al-tadbir (“Libro que facilita el estudio de la terapéutica y la dieta”), un manual que un siglo más tarde fue traducido al latín consiguiendo una gran difusión, por consejos de su amigo y colega Averroes. En esta obra se describe por primera vez el absceso de periocardio, se recomienda la traqueotomía y la alimentación artificial del esófago. Avenzoar es uno de los primeros médicos en dar la noticia sobre el ácaro que produce la sarna. Eran los tiempos en que en al-Ándalus se había creado un Ministerio de Investigaciones y Sanidad y a los perturbados mentales se los curaba utilizando terapias musicales en hospicios especiales dotados de jardines y fuentes de agua, un nivel aun no alcanzado por la psicoterapia occidental.

   En sus trabajos se ocupa de las técnicas de preparación de los medicamentos, de las aplicaciones prácticas de la dieta y de la alquimia. Ejerció una importante influencia en la enseñanza de la medicina y la alquimia en la Europa medieval, a través de la traducción de sus textos al hebreo y al latín.

Al-Gafiqí

   En la primera mitad del siglo XII vivió el oculista Muhammad Ibn Qassum Ibn Aslam al-Gafiqí, que nació cerca de Córdoba y practicó en dicha ciudad. Este fue el autor del Kitab al-murshid fi-l-kuhl (“Guía del oculista”) del que se conserva un manuscrito único en la biblioteca de El Escorial. El tratado está compuesto por seis libros, ocupándose de medicina ocular e higiene de los ojos en los dos últimos, y puede considerarse como un fiel ejemplo de los conocimientos oftalmológicos que llegó a dominar la medicina islámica de la época. El instrumento óptico de dos cristales montados en armadura que se sujeta a las orejas llamado gafas, debe su nombre al inventor, el oculista andalusí al-Gafiqí.

Alhazen

   Abu Alí al-Hasan Ibn al-Haitham, el Alhazen de los latinos, nacido en Basra (Irak) hacia 965, y muerto en El Cairo en 1039, y cuya actividad se desáarrolló especialmente en Egipto bajo la administración del califa fatimí al-Hakim (996-1021), ha sido llamado con justicia «el padre de la óptica». Fue el primero en describir el ojo humano. Dio también una explicación de la visión binocular; estudió cuidadosamente los fenómenos de reflexión y de refracción, y, haciendo experiencias con segmentos esféricos o curvos (recipientes de vidrio llenos de agua), se aproximó al descubrimiento del fenómeno del poder aumentativo de los lentes, hecho que recién tres siglos después encontró su explicación en Italia, y todavía tres siglos más tarde su explicación teórica.

   Su principal tratado sobre el tema es el Kitab al-manazir (“Libro de la óptica”), cuya influencia en Oriente y en los ámbitos universitarios europeos fue enorme. Realizó numerosísimas investigaciones y descubrimientos. El fenómeno de la refracción atmosférica llamó su atención y con él explicó por qué el sol y la luna cerca del horizonte parecen más grandes. Estudió el fenómeno del crepúsculo y en catóptrica hizo experiencias con numerosos espejos convexos y cóncavos.

   Es importante señalar que Alhazen hizo también importantes contribuciones al estudio de la refracción y descubrió una aproximación que luego determinaron el astrónomo holandés Willebrord van Royen Snell (1580-1626) y el filósofo y matemático francés René Descartes (1596-1650).

   Es fundamental señalar que Alhazen fue al mismo tiempo un hábil experimentador, que construía personalmente piezas de repuestos para sus aparatos, y un teórico consumado, familiarizado con las técnicas matemáticas más perfeccionadas de su época. Al conciliar la teoría con la experimentación, Alhazen se anticipó a la ciencia moderna occidental, nacida, según el filósofo, matemático y sociólogo británico Bertrand Russell (1872-1970), de la unión entre la especulación griega y el empirismo islámico.

   La medicina musulmana atribuía especial importancia al cuidado de los ojos. El oftalmólogo, kahhál en árabe, era un personaje familiar en la sociedad musulmana de Egipto, Irán o al-Ándalus, que simultáneamente practicaba la medicina y a menudo actuaba como consejero y psicólogo.

   La oftalmología islámica estableció un nexo estrecho entre el cerebro y el ojo conocimientos que hoy sorprenden por lo avanzados. Estos incluían el empleo de anestésicos en cirugía. Finalmente, cabe destacar que el árabe proporcionó a las lenguas europeas numerosos términos en materia de oftalmología. Véase R. Rashed: Optique et mathématiques: recherches sur l’histoire de la pensée scientifique en arabe, Variorum, Londres, 1992.

Averroes

   Abu al-Ualid Muhammad ben Ahmad Ibn Rushd, conocido universalmente como Averroes (1126-1198) fue uno de los máximos sabios de al-Ándalus y del Islam occidental. Su obra médica ha sido casi olvidada en su fama como filósofo. Sin embargo, fue «uno de los más grandes médicos de su tiempo», junto con sus amigos Abentofail y Avenzoar, el primero en explicar la función de la retina y en reconocer que un ataque de viruela confiere una inmunidad subsiguiente. Su enciclopedia médica Kitab al-kulliyat fi al-tibb (“Libro sobre las generalidades de la Medicina”) se compone de siete volúmenes que tratan respectivamente de anatomía, diagnosis, fisiología, higiene, materia médica, patología y terapéutica, y fue extensamente usada como libro de texto en las universidades cristianas, como Oxford, París, Lovaina, Montpellier y Roma.

   Las ediciones que existen del Kitab al-Killuyat fi-l-tibb son las siguientes: la edición facsímil de Larache de 1939, la edición fototípica de Tetuán de 1942, la edición mecanografiada de Madrid de 1987, basada en tres manuscritos, el de la Abadía del Sacromonte de Granada, el de la Biblioteca Nacional de Madrid y el de la Publichnaya Biblioteca de Leningrado (hoy San Petersburgo), la edición de imprenta de Argel de 1978, basada en cuatro manuscritos, es decir, además de utilizar los tres manuscritos de la edición de Madrid, añade el manuscrito de Estambul, y una edición latina de Venecia de 1560, además de traducciones parciales en lenguas modernas. El Kitab al-Kulliyat fi-l-tibb ha sido estudiado, entre otros, por Esteban Torres (Averroes y la ciencia médica, Madrid, 1974), el padre F. X. Rodríguez Molero (Originalidad y estilo de la anatomía de Averroes, Revista Al-Ándalus, vol. XV, Madrid/Granada, 1950, pp. 47-63), por el ya fallecido Helmut Gätje (Probleme des Colliget Forschung, Zurich, 1980), y por el profesor Miguel Cruz Hernández en conjunto con María Concepción Vázquez de Benito (La medicina de Averroes: Comentario a Galeno, Colegio Universitario de Zamora, Zamora, 1987).

   Del conjunto de sus textos originales redactados sobre materia médica se puede llegar a las siguientes conclusiones:

1. Primeramente, que Ibn Rushd tocó todos los temas que sobre medicina redactaron los restantes médicos árabes más afamados, Así, redactó un tratado sistemático y escolástico que es el Kulliyat fi-l-tibb, como hicieron también otros autores, entre otros, por ejemplo, Avicena, Razi o Alí Abbás.

2. Acaso lo más importante a destacar de los escritos médicos de Ibn Rushd sea el hecho de que a través de ellos se puede conocer mejor los datos extraídos de la obra galénica y aristotélica, de suerte que nos los presenta con un mayor ordenamiento y esquematización que en las mismas fuentes originales.

3. Ibn Rushd sostiene también la teoría de que el primer paso del tratamiento es la dietética con fundamento antropológico-religioso en el concepto coránico de la Sharí’a, o Recta Vía, como afirma el profesor P. Laín Entralgo (Historia de la Medicina, Barcelona, 1978, p. 169), es decir, la adopción de un modo de vivir adecuado a la total perfección de la persona. La dietética es como una higiene cuyas reglas se ordenan según la peculiaridad biológica del individuo, profesión, época del año, vivienda, etc., estando íntimamente unidos a ella la defecación y el baño. La dieta es, pues, la base del tratamiento, o incluso todo el tratamiento, para Averroes.

4. Digamos por último, que el lenguaje empleado por Ibn Rushd no es difícil sino, por el contrario, directo, claro y fluido, comparable al empleado por Razi e Ibn Sina en sus escritos médicos, y muy distante del de Lisanuddín Ibn al-Jatib, mucho más alambicado, complicado y florido (cfr. M. C. Vázquez de Benito: El Libro de la Higiene de Muhammad Ibn Abdallah Ibn al-Jatib, Universidad de Salamanca, Salamanca, 1984).

   Hay que señalar, en cambio, la mención que Ibn Rushd hace de ciertos términos empleados en su época, lo cual supone un nuevo enriquecimiento para la lexicografía. Así, por ejemplo, en su opúsculo «Sobre la conservación de la salud» (Fi Hifz al-Sihha, Manuscrito de El Escorial 884), al enumerar las distintas clases de pan que resulta aconsejable ingerir para conservar el buen estado de salud, dice: «El pan fermentado, bien cocido y elaborado con trigo macerado en agua, es decir, lo que nosotros llamamos madhún, que es término medio entre los que denominamos al-ahmar wa-l-darmak, es decir, el rojo y el de adárgama».

   Véase Averroes: Obra médica, traducción: María Concepción Vázquez de Benito, VIII Centenario Averroes 1198-1998, Edit.: Universidades de Córdoba, Málaga y Sevilla y Fundación El Monte, Sevilla, 1998;

Ibn Nafís

   Sobre el médico musulmán de origen sirio llamado Ibn al-Nafís (1210-1288) se tienen pocos datos , ya que un contemporáneo suyo, el bibliógrafo y médico Ibn Abi Usaibí’a (1194-1270), no le menciona en su ‘Uiún al-anba fi tabaqat al-atibba (“Las fuentes esenciales de la clasificación de los médicos”), que contiene 380 biografías, comenzando por los griegos y acabando con sus contemporáneos (ed. Muller, 2 vols., 1884.).

   Ibn al-Nafís estudió, además de medicina, gramática, lógica y teología. Fue médico principal en Egipto y médico personal del sultán mameluco Malik az-Zahir as-Salihí Ruknuddín Baibars Bundukdarí (1223-1277), el heroico paladín que venció repetidamente a los cruzados, considerado «el salvador del Islam» por detener una gran invasión de los mongoles el 3 de septiembre de 1260, en la batalla de Ain Yalut (“Las fuentes de Goliat”), en el norte de Palestina, cerca de Nazaret (cfr. R. Grousset: Histoire des croisades et du royaume franc de de Jérusalem, vol. VII y VIII, Tallander, París, 1981).

   Asimismo, Ibn al Nafís desarrolló una destacable actividad literaria. Sin embargo, su más importante logro es el haber descubierto la circulación menor de la sangre. Esto ocurría tres siglos y medio antes de la época de William Harvey (1578-1657), el médico inglés a quien se atribuye el «descubrimiento». Lo que hace especialmente notable el descubrimiento de Ibn al-Nafís es el que llegó a él más por deducción que por disección. Se ha descrito a este científico del siglo XIII como «el que no receta una medicina cuando bastará con la dieta».

Ibn al-Quff

   Ibn al-Quff (1233-1286) es un médico de origen sirio que utiliza las enseñanzas de Abulcasis y las aplica en los tratamientos de las heridas producidas en los combates mantenidos entre los musulmanes y los invasores cruzados. en tierras de Egipto y Palestina. Su obra principal, el Kitab al-’umda fi sina’at al- yiraha (“Libro del arte de la cirugía”) ofrece un completo tratado sobre cirugía. Ibn al-Quff pretende mediante este trabajo que los cirujanos aprendan teoría médica, para de ese desempeñar correctamente la labor que tienen encomendada. Su obra, pese a no ser muy divulgada, es un importante eslabón en la cirugía medieval.

Ash-Shafra

   «En la segunda mitad del siglo XIII nace en el Bajo Vinalopo, en Crevillente (Alicante), Muhammad Ibn Alí Ibn Faray al-Fihri al-Quirbilyani, conocido por Ash-Shafra, figura estelar de la medicina hispano-árabe. Influenciado por su padre que era médico, Ash-Shafra manifestó desde su más temprana edad interés por la botánica y la farmacología. Estudió medicina y cirugía en Valencia, continuando su formación con los sabios granadinos, especialmente el galeno Abd Allah Ibn Siray. Ejerció en su pueblo natal, Crevillente, y después en Granada, entrando al servicio del destronado sultán granadino Nasr, que residía a la sazón en Cádiz, a quien curó de una grave enfermedad. En esta última ciudad creó un jardín botánico. Tras visitar algunas ciudades del próximo Oriente, principalmente Bagdad, Damasco y Bizancio, se estableció a partir de 1322, en Marruecos, donde vivió cuarenta años entre Fez y Marrakech, bajo la protección de la dinastía de los Banu Marín.

   Su obra más conocida, el Kitãb al-Istiqsa’ wa-l-ibram fi’ilay al-yirahat wa-l-awrãm (Libro de la indagación y la ratificación sobre el tratamiento de las heridas y tumores), está dividida en tres capítulos: Tratamiento de las inflamaciones y tumores, fracturas de huesos y sus tratamientos y medicamentos para curar las heridas. Los expertos estiman que es patente en la misma la influencia de los libros de Abulcasis y de Avicena. Tasrif y Canon, respectivamente. De la precitada obra de Muhammad As-Shafra se conservan varios manuscritos: tres en la biblioteca de la gran Mezquita de Fez, y uno en la mezquita de Al-Qarawiyyin, que estudió y publicó el investigador y erudito galo H.P.J. Renaud (Un chirurgien musulman du royaume de Grenade: Muhammad As-Shafra, Hesperia, XX, Rabat, 1935, pp. 1-20), otro en la Biblioteca Pública de Rabat; otro en la Biblioteca Real de la capital marroquí; varios ejemplares pertenecen a la sección sociológica de Asuntos Indígenas de Marruecos; otra figura en la colección Nayi Mustafá de Rabat, cuya fotocopia está en el Instituto Hispano-Árabe de Cultura de Madrid, y el último se halla depositado en la Biblioteca del Real Monasterio de El Escorial, con el número 1785.

   Francisco Franco Sánchez y María Sol Cabello, coautores de “Muhammad Ash-Shafra, el médico y su época”, editado por el Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Alicante, en 1990, escriben en la página 126: “En comparación con la obra de Abulcasis, Renaud afirma que Muhammad Ash-Shafra describe treinta y seis clases diferentes de tumoraciones, mientras que el cirujano de fines del siglo X definió treinta variedades. Este dato es de extrema importancia y nos habla no sólo de la gran evolución de la medicina islámica en tres siglos, sino de los grandes conocimientos quirúrgicos de Ash-Shafra, puesto que incrementó en un 20% el saber sobre el tema respecto a lo expresado por Abû-l-Qãsim (Abulcasis)”.

   El doctor Fernando Candela Polo, presidente de la Asociación Cultural Muhammad As-Shafra y profesor en el Departamento de Patología y Cirugía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Alicante, alega que los tratados de cirugía del sabio crevillentino “fueron una de las bases para la fundación de la Escuela de Cirugía Valenciana en 1462” (Revista Moros y Cristianos, Crevillente, septiembre-octubre de 1995, p. 14).

   A la edad de ochenta años, Muhammad As-Shafra regresó a finales de 1359 a Granada donde le sorprendió la muerte el 6 de febrero de 1360. Sus coterráneos lo recuerdan cada vez que pronuncian el consabido refrán: Saps més que As-Shafra (sabes más que As-Shafra). Este dicho popular es el perpetuo reconocimiento y homenaje a este ínclito sabio del Sharq al-Ándalus (Levante peninsular), cuna también de eminentes médicos hispano-musulmanes como Abu-l-Alá Zuhr (Abuleizor) y Abus-s-Salt Umaya, ambos nacidos en Denia en el siglo XI, así como Abu Ishaq Ibn Tumlus, nacido a mediados del siglo XII en Alcira, Ar-Raquti y Muhammad As-Shaquri.

   Durante siglos se combatió e ignoró la cultura andalusí, pero ésta es imperecedera e indeleble. así lo predijo en su obra Risala el poeta e historiador del siglo XII, Abu Walid al-Shaqundi: “Yo alabo a Dios porque me hizo nacer en al-Ándalus y me concedió la gracia de ser uno de sus hijos (...) Sus sabios en toda rama de saber (...) son demasiados en número para que puedan contarse y demasiado célebres para que tengan que ser citados”» (Mohammed Chakor: ‘As-Shafra, figura señera del milagro andalusí’, en Amanecer. Revista mensual de información internacional, Nº 123, Villalba de Guadarrama, Madrid, septiembre 2001, p. 74).

   Véase H.P.J. Renaud: “Un chirurgien musulman du royaume de Grenade: Muhammad Ash-Shafra”, Hesperis, Rabat, 1935, XX, pp. 1-20.

Ibn al-Jatib

   Abu Abdallah Muhammad al-Salmaní Ibn al-Jatib (1333-1375), a quien dieron por su elocuencia sus contemporáneos el honroso sobrenombre de Lisán ud Din o «Lengua de la fe», es el más completo escritor de la Granada nazarí y uno de los más importantes adherentes al pensamiento shií en al-Ándalus. Nacido probablemente en Loja (ciudad al oeste de Granada por el camino que va a Antequera) su maestro fue el sabio y poeta Ibn al-vayyab (1274-1349), que escribió exquisitos poemas a la Alhambra y el Generalife. Uno de sus mejores amigos fue el historiador Ibn Jaldún (ver aparte). Fue político, historiador, filósofo, místico, literato y un médico muy afamado. Su Kitab al-Wusul li hifz al-sihha fi al-fusul (“Libro de la Higiene según las estaciones del año”), traducido directamente del árabe por la profesora María de la Concepción Vázquez de Benito, de la Universidad de Salamanca (1984), nos da informaciones sobre cómo combatir la peste bubónica, la famosa «Peste Negra» que asoló Europa hacia 1348. Igualmente son importantes sus trabajos históricos sobre Granada: al-Ihata fi ta’rij Garnata, y al-Lamha al-badriyya fi-l-daula al-nasriyya, y sobre mística: Rawdat al-ta’rif bi-l-hubb al-sharif. Véase muy especialmente Emilio de Santiago: El polígrafo granadino Ibn al-Jatib y el sufismo, Diputación Provincial de Historia del Islam, Granada, 1986, y Rachel Arié: El Reino Nasrí de Granada 1232-1492, Mapfre, Madrid, 1992; Ibn al-Jatib: Historia de los reyes de la Alhambra (al-Lamha al-Badriyya fi-l-daula al-nasriyya). Traducción de José María Casciaro y estudio preliminar de Emilio Molina, Ed. Universidad de Granada, Granada, 1998.

   El investigador español Jacinto Bosch Vilá (1922-1985), catedrático-director del Departamento de Historia del Islam de la Universidad de Granada, dice que «Ibn al-Jatib era un hombre de gran personalidad en sí mismo, el primero en todo, capaz de lo más difícil, mordaz, también, cuando quería serlo. Agudo observador, de pluma ágil y artística, pensador y creador, convincente, inteligente y diplomático. Objeto de envidias que se trocaban en odios, de odios que se hacían calumnias, que arrastraban a la muerte».

   Véase Emilio Molina López: Ibn Al-Jatib, Editorial Comares, Granada, 2001.

(Notas)

1 (G. Lebon: La civilización de los árabes, Editorial Arábigo-Argentina “El Nilo”, Buenos Aires, 1974, p. 442).

2 El médico, entre los árabes, era el sabio, el maestro por excelencia y también filósofo. Todo esto quería expresar el término Al-Hakim, con el que se llamaba a los médicos. El aprendizaje de la medicina era una búsqueda de la sabiduría, que no se limitaba al plano teórico, sino que necesitaba de la experiencia viajera, del conocimiento de otros lugares y otras gentes, de la escuela de la vida. Los sabios musulmanes del Islam clásico consideraban a la ignorancia como el peor de los males. La medicina de ese período fue sobre todo una forma de filosofía, que buscaba la salud de los hombres por medio de una vida adecuada a su naturaleza, dentro de la armónica relación macro-microcósmica.

Del libro CIVILIZACION DEL ISLAM; Edición Elhame Shargh

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