Civilización del Islam

GASTRONOMÍA

Por: Ricardo H. S. Elía

«¡Creyentes! ¡Comed de las cosas buenas de que os hemos proveído y dad gracias a Dios, si es a Él sólo a Quien servís! Os ha prohibido sólo la carne mortecina, la sangre, la carne de cerdo y de todo animal sobre el que se ha invocado un nombre diferente del de Dios».

El Sagrado Corán

Sura 2, Aleyas 172-3.

  Es un principio de la cortesía musulmana al recibir por primera vez a un invitado, el saludarle con el tradicional as-Salamu aleikum (la Paz sea con vosotros), que es un saludo islámico deseando paz y salud, y seguidamente el ofrecerle leche acompañada de dátiles con almendras. El vaso de leche es un símbolo de la pureza de sentimientos, libres de toda hostilidad. Los dátiles que lo acompañan, soporte alimenticio de los musulmanes , por excelencia, es el símbolo del ofrecimiento de ayuda material, y las almendras son un alimento altamente nutritivo y agradable.

   Hay una larga lista de recomendaciones sobre el beber y el comer, provenientes de la Sunna o Conducta del Santo Profeta del Islam, Muhammad y retransmitidas por los sabios del Islam, como las siguientes escritas por el teólogo iraní Allamah Muhammad Baqir Ibn Muhammad at-Taqi al-Maylisi (1628-1699):

«No hay que ser pródigo en materia de comer y beber.

No comáis nada cuando tengáis el estomago lleno.

Es Sunna lavarse las manos y la boca antes y después de las comidas.

Es conveniente decir Bismillah (“en el Nombre de Dios”) cuando se pone la comida en la mesa, y empezar y terminar las comidas con una pequeña pizca de sal.

Comer con los sirvientes y sentados en el suelo es Sunna.

No toméis la comida cuando está demasiado caliente.

Limpiaros los dientes después de haber comido»

   (Extractado de: Allamah al-Maylisi: Buenas costumbres y actitudes en el Islam, Consej. Cult. de la Emb. de la República Islámica del Irán, Madrid, 1996, pp.18-19).

Al-Ándalus, paraíso culinario

   Los musulmanes andalusíes introdujeron nuevos productos muy populares hoy, no solamente en la Península, sino en toda Europa, como es la berenjena (badinyana), originaria de la India y difundida por el Mediterráneo a través de Irán. Tan apreciada llegó a ser ésta en al-Ándalus, que los almuerzos de mucho bullicio y gentío, se les llamaba «berenjenales».

   Entre las verduras también trajeron las alcachofas (jarshuf) y los espárragos, que tenían la propiedad de evitar los malos olores de la carne. Las hortalizas más cultivadas eran, además, la calabaza, los pepinos, las judías verdes, los ajos, la cebolla, la zanahoria, el nabo, los jaramagos, las acelgas (as-silqa), las espinacas (isfanaj) y muchas otras.

   Las frutas más consumidas eran la sandía, que provenía de Persia y del Yemen, el melón, del Jorasán, y la granada de Siria, convertida, en la imaginación colectiva, en el símbolo por excelencia de la España musulmana.   A propósito, en el «Libro de Agricultura» de Ibn al-Awwám (siglos XII y XIII), traducido por Banqueri, CSIC, Madrid, 1988, podemos leer una tradición del Profeta Muhammad sobre esta hermosa fruta, rescatada por este hacendado andalusí de la zona de Aljarafe, cerca de Sevilla: «Cuidad del granado; comed la granada, pues ella desvanece todo rencor y envidia».

   El higo, que llegó a ser reputado en al-Ándalus hasta el punto de exportarse a Oriente, se introdujo en la península, procedente de Constantinopla, en tiempos de Abderrahmán II. Los cítricos, como el limón (laimún), el toronjo y la naranja (del árabe: naranya, y éste del persa: naranguí) amarga fueron importados de Asia oriental. Eran utilizados para conservar los alimentos, pero también se extraía de ellos para la elaboración de zumos y de sus flores, esencias para la elaboración de perfumes. Igualmente, la ciencia del injerto se desarrolló en al-Ándalus hasta límites insospechados, logrando, por ejemplo, una extraordinaria variedad de pomelos.

   No deja de llamar la atención el proceso por el que la naranja deja su nombre en las lenguas europeas, y a cambio transforma el suyo en árabe. En portugués se dice laranja, y en varios idiomas europeos, como el inglés y el francés (orange), sin la consonante inicial, pasó al vocabulario de la alimentación y a la gama de los nombres de color. En cambio el nombre con el que pasa a conocerse, posteriomente, en árabe es el de burtuqal, que proviene del país Portugal, donde hubo grandes plantaciones de excelentes naranjas especialmente en la región sureña de Algarve (del árabe: al-garb ‘el oeste’).

   Se aclimataron también, procedentes de otros lugares, el membrillo, el albaricoque, y un sinfín de frutos más.

   En cuanto a las especias, muy utilizadas en la cocina de al-Ándalus, se introdujo la canela, procedente de la China, así como el azafrán (az-za’faran, en persa safrón), el comino (kammún), la alcaravea, el jenjibre, el sésamo (o ajonjolí), el cilantro, la nuez moscada y el anís (anisún).

   Estas especias, además de utilizarse como condimento en la elaboración de los diversos platos, eran exportadas fuera de al-Ándalus, al resto de Europa e incluso a Egipto y el Norte de África, lo que favorecía, entre otras cosas, el desarrollo de la economía.

   Los cereales, base de la alimentación de los andalusíes, eran utilizadas en forma, no sólo de pan, sino de gachas, sémolas y sopas. Se mejoraron las especies ya existentes, y se introdujeron otras nuevas como las reunidas en el tratado del geópono granadino al-Tignari (siglos XI y XI), llamado Kitab Zuhrat al-bustán ua nuzhat al-adhan (Libro del esplendor del jardín y recreo de las mentes): el trigo negro, el trigo rojo (al-ruyún), y el tunecino.

   A los andalusíes debemos también la introducción de la caña de azúcar en Europa, que vino a sustituir a la miel en su función de edulcorante, aunque ésta continuó siendo siempre muy valorada. Como las especias, el azúcar tiene numerosas cualidades y ventajas, no siendo la menor de ellas su utilidad para mantener conservados durante algún tiempo unos alimentos tan frágiles y tan perecederos como las frutas, que en tanta abundancia y variedad conocieron los musulmanes en general. De su importancia debió de ser consciente el propio almirante Cristóbal Colón, quien llevó la caña de azúcar al continente americano en uno de sus primeros viajes.

   En Europa hicieron fortuna —y lo siguen haciendo— las combinaciones de azúcar y frutas, en formas de jaleas, mermeladas, refrescos... que fueron recibiendo curiosos nombres de sabor oriental, como arropes (jarabe de mosto con trozos de fruta). del árabe rubb (zumo), jarabes y siropes del árabe sharáb (bebida), o sorbetes (del mismo origen, también incorporado al turco).

   Dos reconocidas expertas españolas en cocina andalusí nos brindan esta información: «¿Quién nos hubiera dicho que la pasta, hoy reclamo principal de la gastronomía de Italia, es de origen bereber, o que las famosas salchichas de Francfort, aunque elaboradas con cordero, eran ya populares en al-Andalus? ¡Y qué decir de la célebre paella española, que muy bien podría tener su origen en la cocina morisca!» (Inés Eléxpuru y Margarita Serrano: Al-Andalus. Magia y seducción culinarias, Editorial Al-Fadila, Madrid, 1991, p. 55).

   Averroes en su Kitab al-Kulliyat fi-l-Tibb (“Libro sobre las generalidades de la Medicina”) -Edición de J.M. Fórneas Besteiro y C. Alvarez de Morales, Madrid, 1987-, después de enfatizar las cualidades de las granadas, dice: «Los mejores frutos son los higos y las uvas. La calidad del higo es cálida y húmeda, tonificando el estómago y aligerando el vientre... Cuando son cocidos durante largo tiempo, se parecen a la miel». Más adelante, el famoso médico y filósofo nacido en Córdoba, nos habla de las propiedades curativas de los huevos, revelándonos que los huevos fritos eran muy populares en al-Ándalus en el siglo XII: «Cuando se fríen en aceite de oliva son muy buenos, ya que las cosas que se condimentan con aceite son muy nutritivas; pero el aceite debe ser nuevo, con poca acidez y de aceitunas. Por lo general, es un alimento muy adecuado para el hombre».

   Véase Inés Eléxpuru: La cocina de al-Andalus, Alianza, Madrid 1994; Sami Zubaida y Richard Tapper: Culinary Cultures of the Middle East, I.B. Tauris, Londres, 1994; Jeffrey Alford y Naomi Duguid: Flatbreads and Flavors: A Baker’s Atlas, William Morrow and Company, Nueva York, 1995; Habeeb Salloun y James Peters: From the Lands of Figs and Olives, Interlink Books, Nueva York, 1995.

La cocina turca

   El Imperio otomano entre los siglos XVI y XIX agrupó territorios de muy diversas culturas. De ahí la variedad e influencia de la cocina turca, que se extiende aún en nuestros días a Grecia, Albania, Armenia, África del Norte y la mayoría de los países del Cercano y Medio Oriente. Entre los múltiples manjares podemos elegir Zeytinyagli Dolmalar (verduras rellenas con cebolla, arroz y aceite de oliva, Biber Dolmasi (pimientos morrones rellenos), Yaprak Dolmasi (pámpanos rellenos), Patlican Dolmasi (berenjenas rellenas), y Pastirma (carne seca al fenogreco y otras especias).

   Casi toda la repostería turca, iraní y árabe se prepara con mucha azúcar y manteca. También lleva almendras, avellanas, semillas de sésamo o pistachos. El baklava es postre tradicional hecho de hojaldre con nueces o con pistachos. Los famosos «Bebek» turcos son cubitos de pasta de almendra perfumada con pistachos.

   Los jugos de frutas son muy populares en el mundo islámico, especialmente los de fresas, granada y melón. La tisana de menta y limón es una bebida digestiva muy apreciada.

   El arquitecto suizo Le Corbusier nos brinda algunos detalles pintorescos de las costumbres turcas a la hora de comer: «Comemos en un restaurante típico. Allí solamente llegan turcos, quietos en sus grandes vestidos negros, severos bajo sus turbantes blancos o verdes. Se lavan las manos y la boca con jabón, en el aguamanos de mármol, y el dueño se evade de sus hornillos para ofrecerles un paño. Inspeccionan las ollas, deciden su elección, luego vienen a sentarse con gravedad. No hablan. En este pequeño local donde se amontonan cinco mesas de cuatro personas, hay un silencio que no pesa nada. Tenemos la impresión de estar entre una companía muy distinguida. Toda una pared del local cuadrado está hecho con ventanas que dan a la calle; los hornillos se apoyan en ella y las grandes aberturas dejan escapar aromas que expanden por toda la calle el renombre del cafetín. Al lado de los hornillos hay una gran losa de mármol espeso que sirve de aparador, sobre el cual se muestran víveres, tomates, pepinos, judías, melones, sandías —en resumen, todas las cucurbitáceas que enloquecen a los turcos. Se nos sirve una sopa de pasta bien pesada con limón, después unas pequeñas sandías rellenas y arroz apenas reventado, salteado al aceite. Los turcos casi no comen carne. Ciñéndonos al régimen vegetariano, no tienen necesidad de cuchillos; así el cuchillo de mesa es desconocido. A este menú muy rico se añaden, siempre algunas tazas de zumos de frutas, zumo de cereza, de pera, de manzana o de uva, que se bebe con cuchara, el vino está vedado por Mahoma. Los turcos aristocráticos del antiguo régimen, para comer, usan sólo los dedos y un pedazo de pan; se desenvuelven con gran distinción» (Charles-Edouard Jeanneret: El Viaje de Oriente. Op. Cit., pp. 77-78).

El café y las medialunas

   Una historia de Arabia del siglo VIII cuenta que un camellero yemenita caía en el más profundo sueño cada vez que intentaba poner su vista en el Sagrado Corán, luego de su agobiante jornada de labor. Pensando en su desgracia, mientras observaba a los dromedarios comprobó que cuando éstos comían los frutitos colorados del café, comenzaban a padecer una intensa agitación. Decidió entonces probar los misteriosos frutos que resultaron un éxito para sus veladas nocturnas. Y así lo convirtió en costumbre, imaginando que se trataba de un mensaje divino para que no se durmiera a la hora de leer el Corán. La noticia se divulgó por toda la península arábiga y especialmente en la vecina ciudad de Moja o Mokha, a orillas del Mar Rojo, cuyo manera de preparar el café se hizo célebre. De allí partirían las primeras exportaciones hacia todas partes del mundo.

   La voz árabe qahwa, a través del turco kahvé, originó la palabra «café», que en los siglos XVII-XVIII fue incorporada al castellano y a otras lenguas europeas: caffé en italiano, café en francés; coffee en inglés; kaffee en alemán.

   El cafeto (Coffea arabica) comenzó a cultivarse en el Yemen y en los asentamiento árabes de las altiplanicies de Etiopía, en la otra orilla del Mar Rojo. Ya en el siglo X, el gran médico musulmán Razes (ver aparte) señaló las virtudes profilácticas de la infusión.

   En el Yemen, a fines del siglo XIII, los sufíes ingerían una cocción de vainas de cafeto cuando necesitaban mantenerse despiertos por la noche para llevar a cabo sus súplicas y jaculatorias. A finales del siglo XV, los peregrinos musulmanes que regresaban de Arabia difundieron el café por todo el Medio Oriente y el Magreb.

   En Irán, en la época safaví, se hicieron una costumbre las qahvéjaneh («cafeterías»). Los historiadores otomanos dan cuenta que su introducción en Estambul tuvo lugar hacia 1555 por obra de dos sirios, que abrieron las primeras cafeterías, establecimientos que de inmediato tuvieron un éxito sensacional.

   Noemí Schöenfeld de Moguillansky cuenta en su libro Repostería europea y algo más (Edit. Albatros, Buenos Aires, 1994, p. 249), que los vieneses fueron los primeros en aprender a preparar el café a la turca en Europa, lección aprendida cuando la ciudad fuera sitiada por el ejército otomano de 200 mil soldados comandados por Kara Mustafá, entre el 17 de julio y el 12 de septiembre de 1683: «...tras el largo fracasado cerco de Viena, las tropas otomanas abandonaron buena parte de las provisiones que llevaban para el asedio. Entre ellas, una auténtica riqueza en café, que en grandes cantidades resultaba uno de los alimentos básicos para el ejército. La historia de la vida cotidiana, de un modo un tanto pintoresco, pone ese hecho en relación con la creación del croissant, la media luna o creciente, fabricada por el heroico gremio de los panaderos de la ciudad para conmemorar su participación en la defensa de la ciudad. La media luna islámica, sujeta por la mano de los vieneses, pronto resultó un producto normal de la pastelería» (Pedro Martínez Montávez y Carmen Ruíz Bravo-Villasante: Europa Islámica. La magia de una civilización milenaria, Anaya, Madrid, 1991, p. 149).

   Efectivamente, fueron los panaderos de Viena quienes inventaron el croissant o cruasán (en francés, «creciente»), llamado en alemán kipfel, durante el asedio otomano de 1683. Copiaron la forma de este pastel hojaldrado del emblema tradicional de los estandartes otomanos en forma de medialuna creciente.

   Un astuto empresario, llamado Johannes Diodato, tras haber descubierto que los granos de café abandonados por los osmanlíes no era pienso para los camellos, como se había llegado a pensar, abrió la primera cafetería en Viena llamada «La Botella Azul», en 1685.

   Desde entonces el café se transformó en un motivo de orgullo y no existe cafetería vienesa que no ofrezca menos de diez variedades. Así se puede elegir un «Grosser Einspäner» (café negro caliente con un copete de crema batida), un «Eiskaffe» (café negro frío, con hielo, una bola de helado de vainilla y crema batida, servido en vaso), un «Melange» (café con leche y copete de crema batida), un «Kurzer» (expresso negro y fuerte), un «Kapuziner» (Capuccino) o un «Türkischer Kaffe» (el típico café a la turca, al que también llaman Mokka). Hoy se da la paradoja de que Viena es uno de los centros urbanos centroeuropeos con una mayor población de inmigrantes turcos.

   El café entró en Francia hacia 1669, de la mano de un embajador otomano que lo ingresó exprofeso por valija diplomática. Debió quedar bastante sorprendido cuando las señoras parisinas que asistieron a su recepción añadieron azúcar al humeante brebaje servido en preciosas tacitas, ya que por entonces los musulmanes lo bebían puro. En el siglo XVIII los europeos sentían pasión por el «desayuno a la parisién»... el café con leche azucarado con medialunas. Eso sí, casi ninguno sabía el origen de semejante excentricidad. Este hábito, con el tiempo, se haría universal como una forma de empezar activamente la jornada o despejar la somnolencia durante la tarde o la noche. Recientemente, diversos investigadores han asegurado que el café, consumido moderamente, es el mejor remedio para evitar el aumento del colesterol en la sangre (cfr. Michel Vanier: El libro del amante del café, Olañeta, Palma de Mallorca, 1983).

   Veamos la percepción que tuvo el Sheij al-Tahtauí (ver aparte) al concurrir por primera vez a una cafetería francesa en Marsella junto a otros estudiantes egipcios en 1826: «La primera obra de arte en la que reparamos fue un magnífico café, en el que entramos tras considerar su extraordinario aspecto y disposición... En este café se vende todo tipos de bebidas y pastelería... Normalmente, cuando una persona toma café, se le sirve azúcar con la taza para que lo mezcle, lo disuelva y lo beba. Nosotros procedimos así, según sus costumbres. La taza de café que tienen es cuatro veces más grande que en Egipto; en fin, es un tazón más que una taza. En ese café se encuentran las hojas (Journal y Gazette) con los acontecimientos del día, a disposición de los clientes».

   El famoso café turco (kurukahveci) se muele muy fino y se prepara en cacerolitas de cobre (cezve); se toma con o sin azúcar. Hoy el café se consume poco en el mundo islámico, incluso en Turquía, pues resulta caro importarlo. Esto ha hecho que el té recobrara su lugar como bebida más popular. En Marruecos se bebe el té verde servido en vaso grande con una hoja de menta o yerbabuena; en Irán, Turquía o Afganistán se consume el té proveniente de la India y Sri Lanka preferentemente, y se lo prepara en samovar, poniendo té muy cargado en la tetera y agua caliente debajo. Se lo bebe a cualquier hora del día incluso con las comidas.

   Y una vez más Le Corbusier nos brinda otra imagen exquisita, esta vez de un café turco a principios del siglo XX: «El café se sirve como sabéis, en tazas minúsculas y el té en vasos en forma de pera. Uno y otro cuestan un céntimo, lo que permite nuevas series...Vemos pasar a un viejo todo vestido de rosa, que le da un aspecto de niño. Los viejos son siempre amables, alegres, con la mirada viva, y nunca impotentes; la oración les vale esa salud, gracias a la gimnasia que exige... Encima de mi mesa se arquean hortensias azules; en otra parte se trata de rosas y claveles; a dos pasos canta una pequeña fuente de mármol rococó turco... y para dar un alma a este café, he de decir que una inmensa arcada de mezquita reposa sus seis pilares poligonales justo en medio de los bancos, los capiteles son de un gusto extraño de barroco español... El muezzin acaba de subir al minarete que divisamos a través del follaje y se expande la estridente llamada a la oración, las esteras se cubren de fieles que se arrodillan, se levantan y adoran a Alá» (Charles-Edouard Jeanneret. El Viaje de Oriente. Op. cit., p. 109-110).

Del libro CIVILIZACION DEL ISLAM, Edición Elhame Shargh, Fundación Cultural Oriente

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