Islam y Política
Por Rafael R. Guerrero
Profesor titular de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid
Los acontecimientos que desde hace algo más de una década vienen agitando el mundo árabe e islámico han convertido a éste en motivo de curiosidad periodística e intelectual. La reafirmación de valores religiosos con fines políticos ha motivado que muchas miradas busquen una nueva consideración del proceso de cambio social que allí se está dando. Para explicar este proceso, Occidente suele recurrir a categorías y conceptos sociales que no tienen nada que ver con la realidad de ese mundo, precisamente porque en él las creencias religiosas, que se están reafirmando sólidamente, se presentan como la única seña de identidad frente a la dominación occidental que hasta hace poco ha sufrido. Esta influencia de la religión en la vida diaria se ha dejado sentir tanto en la actividad política como en la conducta personal, promoviendo el restablecimiento de la única ley por la que un musulmán acepta regirse: la islámica. Y es esto justamente lo que el llamado mundo occidental difícilmente puede comprender, porque al exigir de la sociedad musulmana una separación entre lo que los occidentales llaman Iglesia y estado, está dando muestras de un desconocimiento radical del Islam, en el que esas dos realidades no existen como tales. Bernard Lewis lo ha denunciado claramente al afirmar que hay una reiterativa y general aversión en Occidente a conocer la naturaleza del Islam como un fenómeno religioso independiente, diferente y autónomo. Esta actitud hacia el Islam persiste desde la época medieval y se refleja, por ejemplo, en la nomenclatura adoptada para designar a los musulmanes (moros, turcos, mahometanos) o en la muy frecuente interpretación que se hace del Islam como un espejo del cristianismo. Sin embargo, para comprender la realidad del mundo árabe es preciso saber que en el Islam los términos «religión» y «política» se hallan estrechamente unidos y poseen una significación que no pueden tener en los sistemas políticos occidentales.
Un análisis del término política en su sentido griego no fue posible durante la Edad Media latina, al menos antes de la segunda mitad del siglo XIII. Y, aunque se hubiera dado, ni siquiera habría sido relevante, porque se desconocía la realidad nombrada por ese término. Los latinos, antes de ese siglo, ignoraban por completo el concepto de Estado como conjunto independiente, autónomo y autosuficiente de ciudadanos que viven de sí mismos y según sus propias leyes, según la conocida definición de Walter Ullmann. En rigor, no existía ni problema de Estado ni problema político, términos ambos que sólo aparecieron después de que fuera descubierta y traducida la Política de Aristóteles, ya bien avanzado el siglo XIII.
Y, sin embargo, en una época bastante anterior a ésta, el mundo islámico ya había desarrollado ampliamente tanto una teoría del Estado, expresada en las diversas doctrinas sobre el califato y el imamato, como, de una manera más general, una teoría política. Para entender cómo fue posible esto es necesario retroceder a los orígenes mismos del Islam y ver que éste no fue simplemente una nueva religión, surgida en el ámbito geográfico e histórico de lo que M. Cruz Hernández ha llamado el «mundo de la profecía», sino algo mucho más complejo que dio forma a una institución política: El Estado Islámico, entendido como una organización espiritual y temporal, religiosa y política a la vez, que garantizaba una actitud común ante el mundo, los hombres y Dios. Desde los comienzos del Islam, en el siglo VII, religión y política han estado unidas e implicadas mutuamente. La misión que Muhammad, el profeta de los musulmanes, recibió por medio de la «revelación» (1), estaba dirigida tanto a los árabes coetáneos suyos, según se lee en algunas aleyas coránicas: «Predica a tus parientes más próximos», como a la universalidad de los hombres, según dicen otras: «Di: ¡Hombres! Soy el enviado de Dios para todos vosotros». A todos ellos les dio a conocer, a través del Corán, que es la Palabra misma de Dios revelada al profeta, que Dios es Uno y Único, Creador, Señor, Juez, a cuya voluntad ha de someterse todo hombre: Islam quiere decir «sumisión» y «musulmán» es «el que se somete a la voluntad de Dios». Así, es Dios el que rige no sólo la vida y conducta de cada hombre, sino también la vida y conducta de todos los hombres en sus relaciones mutuas, es decir, la estructura social en su totalidad, a través de la ley que dio a conocer y reveló a su profeta. Por esta razón, Muhammad fue también el encargado por Dios de instituir «la mejor comunidad que se ha hecho surgir para los hombres». Una comunidad que, sin embargo, era una necesidad que los árabes venían sintiendo desde la transformación económica y social que sufrió la península arábiga a lo largo del siglo VI; las luchas entre los imperios de Bizancio y Persia fueron las causantes de ello. Esta comunidad es la Umma, término que en el Corán casi siempre aparece aplicado a sociedades étnicas, lingüística o confesionales, que son objeto del plan divino de salvación y que en la literatura posterior adquiriría una connotación completamente religiosa. En muchos versículos coránicos la doble vocación del Islam, la religiosa, centrada sobre Dios, y la comunitaria, vuelta hacia la vida del hombre en sociedad, estaba ya esbozada. La Umma se configuró entonces como una «comunidad de creyentes» como la «Ciudad musulmana», según la denominación que le aplica L. Gardet. Al estar vinculada a la historia real de los hombres, esta «teocracia igualitaria y laica» (2) exigía una siyasa, una política, un régimen político en el sentido de un sistema de gobierno, donde la única ley existente, la religión (shari’a) es a la vez la ley civil de origen divino, que rige todas las manifestaciones de la vida humana, tanto en su aspecto individual como social y político, convirtiéndose en «guía del obrar humano y de la política», porque idea fundamental en el Islam es la de que la revelación contiene todo aquello que permite resolver cualquier problema humano, sea cual fuere su naturaleza. La comunidad se definiría entonces por la universalidad de su ley y no por rasgos lingüistícos o étnicos: los miembros integrantes de la Umma no se hallarían vinculados ya, como hasta ahora lo estaba cualquier grupo social, por relaciones y lazos de sangre, de nacimiento o de parentesco, sino única y exclusivamente por los vínculos de la religión. El carácter de miembro de la comunidad política fue definido entonces en términos religiosos, por lo que el punto de partida de un estudio de las ideas políticas exige la consideración de las definiciones religiosas de los miembros de ella. Por medio de esta determinada, pero rara y extraña, forma de política, de siyasa, se regirían los creyentes y podrían ser gobernados para alcanzar los fines prácticos propuestos: la realización plena de la voluntad divina, el sometimiento de todos los hombres y de todos los pueblos y naciones a Dios.
Las bases de esta nueva institución, por la que por vez primera en su historia las distintas tribus árabes se vieron reunidas de forma permanente bajo un solo poder, quedaron asentadas en la llamada «Constitución de Medina», un documento otorgado por Muhammad para regular las actividades de la comunidad y cuyo artículo segundo establecía que los creyentes «constituyen una comunidad única, distinta a las de los otros hombres». Al afirmar esta distinción, Muhammad estaba sugiriendo la división del universo en dos grandes regiones; escisión que luego se haría efectiva en el pensamiento islámico, donde halló expresión: la dar al Islam, región en la que la ley de Dios es aceptada y cumplida y la dar al harb, territorio donde esa ley no es admitida. La «Constitución» representaba, además, la superación del orden tribal sobre el que se asentaba la sociedad nómada de la Arabia preislámica. Por otra parte, ella misma es también reflejo de la necesidad de que se cumpliera políticamente la voluntad de Dios: la fecha que puso fin a la época de la Yahiliyya –el estado de «ignorancia» en que se encontraban los árabes antes de la predicación de Muhammad- y con la que comenzó la era islámica no fue el año en que se inició la revelación divina a Muhammad, sino el momento en que éste fue reconocido como jefe político de la ciudad de Yatrib (que entonces cambió su nombre y se llamó «ciudad del Profeta», madinat an-nabi, la Medina actual). En otras palabras, el Islam no se instituyó cuando Dios dio a conocer su voluntad, ni siquiera cuando hubo algunos fieles que la siguieron, sino sólo en el momento en que existió una constitución política por medio de la cual se podía acatar esa voluntad divina. La realización total y plena del Islam exigía, pues, una institución política en la que la comunidad de creyentes, a través de su común fe en Dios, prestara obediencia y sumisión a la voluntad divina cumpliendo los preceptos establecidos en la revelación. De ahí la radical unidad que constituyen religión y política en todo Estado que se precie de islámico.
NOTAS:
1) El gran estudioso del Islam y de muchas manifestaciones de su cultura M. Arkoun ha expresado recientemente, a propósito de la revelación, lo siguiente: «Se puede decir que hay revelación cada vez que un lenguaje nuevo viene a modificar radicalmente la mirada sobre su condición, sobre su ser-en-el-mundo, su relación a la historia, su actividad de producción de sentido». Arkoun (1989), p. 60.
2) Gardet (1976), cap.II, pp.31-68: Esta comunidad es «teocrática» porque el poder político es detentado por Dios y administrado por el profeta y sus sucesores, dependiendo entonces el poder temporal del espiritual; la única autoridad verdadera es Dios, a quien pertenece todo poder: «¡Oh Dios, Dueño del Dominio! Tú das el dominio a quien quieres y se lo retiras a quien quieres», Corán, 3:26. Es igualitaria, porque «todos los hombres son hermanos», Corán, 49:10. Y, en fin, es laica, porque hay ulamas, doctores de la ley, pero no
sacerdocio ni clero, como los hay en el cristianismo.
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